Podría decir que ese fue el comienzo de todo, de esta batalla que me ha tocado vivir, y en cierto modo sí, ese fue el inicio de una nueva vida, de mi vida con una enfermedad crónica. Pero entonces me estaría dejando una parte importante de la historia, porque hasta llegar a esa camilla, recorrí un camino tortuoso, un largo y lento declive, que no fue sino un precipitarme sin frenos hacia un lugar desconocido, hacia un futuro del que no tenía escapatoria y cuya realidad se hizo latente en aquella camilla. El deterioro físico que mi cuerpo llevaba meses experimentando, me había arrastrado inevitablemente hasta un hospital. Pero todo a su tiempo, comencemos por el principio...
Tenía veintisiete años, pareja, un trabajo que me encantaba, pero que también me absorbía, y una familia y amigos que me querían y a los que quería. Tenía, en definitiva, todo lo necesario para ser feliz, y lo era, por supuesto que sí, pero un buen día, no sabría decir el momento exacto, comencé a sufrir fuertes dolores de tripa, y diarreas. Al principio, no le di mayor importancia, supongo que culpé a algún virus intestinal, y al acelerado ritmo de trabajo al que me sometía, pero poco a poco los episodios se fueron sucediendo con mayor frecuencia. El dolor llegó a ser casi constante, y muy desagradable. Sentía como si un gato estuviera arañando aquel amasijo de tripas que tanto me dolían.
Últimamente el estrés formaba parte de mi vida. Vivía con la sensación permanente de que siempre me quedaban cosas por hacer, de que no me daba tiempo, de que no llegaba. Recurrí entonces a la homeopatía. Es ansiedad- me dijeron, y el hígado inflamado. Me clavaron las orejas con acupuntura, para obrar el milagro de la sanación. Sin embargo, tal milagro no se produjo. Las visitas constantes al baño y el dolor de tripa siguieron siendo habituales. Culpé al estrés de mis dolencias, y sí, sentía algo parecido a la ansiedad. En pocos días, dos personas me advirtieron al verme que tenía mala cara. Ahí me empecé a preocupar. Tengo diarrea, les contestaba, pero no es éste un buen tema de conversación... Arroz, manzanas, pan tostado, yogur... probé durante días los remedios que unos y otros me aconsejaban, pero aquello, lejos de atajarse empeoró. Y llegó el día en que en el retrete aparecieron el moco (una sustancia blanquecina que no es otra cosa que parte de la mucosa que recubre el intestino), y poco después la sangre.
La primera vez que vi aquella aquella sangre roja y brillante mezclada con mis heces, el miedo me petrificó. La sangre es siempre escandalosa y alarmante, y cuando uno no sabe de qué parte de su cuerpo fluye exactamente todavía más. Durante días, quizás semanas, las diarreas fueron persistentes, e incluso llegaron a producirse por la noche. Comencé a sentirme cansada, me dolía a todas horas la tripa, y llegó el momento en que cuando iba al baño, en el inodoro solo encontraba un rastro de sangre, mi sangre.
Una tarde mientras trabajaba sentí que no podía más, me dirigí al Centro de Salud y allí, tras reconocerme, me administraron un gotero de suero. Me sentía demacrada física y mentalmente. El médico que me atendió me avisó de que podía tener una enfermedad grave. Sin embargo, en urgencias no advirtieron mayor causa que unas molestas hemorroides. Mi madre me decía que además de molestas, también dolían mucho, así que convencida de sufrirlas, y no precisamente en silencio, aguanté como pude otros tantos días.
Ingresé en el hospital el 18 de mayo del año 2004, no sin antes sufrir mi particular peregrinaje de consultas médicas, y de urgencias. Había perdido más de tres kilos y hacía más de 20 deposiciones diarias, líquidas y sanguinolentas. Tenía todavía las orejas taladradas por varias agujas de acupuntura.
Ese día, tras varias horas esperando, decidieron ingresarme, por primera vez en mi vida. Me dio por llorar, aunque en el fondo, sabía que era el único camino posible y que no podía seguir así por más tiempo. Recuerdo llegar a la habitación 308 y sentarme en la cama, como si aquello no fuera conmigo. Cuando llegó la enfermera me echó la bronca. Te tienes que poner el pijama- me dijo. Supongo que mi mente se resistía a asumir la nueva situación, y no quería que mi cuerpo se mimetizara con aquel ambiente aún desconocido para mí. En el fondo, creo que estaba "cagada" de miedo.
Al día siguiente me prepararon para hacerme la colonoscopia. En honor a la verdad, diré que ninguna preparación para esta prueba es demasiado agradable, (y ya llevo la friolera de seis, si no he perdido la cuenta) pero aquella la recuerdo con especial rechazo. A la diarrea que ya sufría de por sí, y la sangre que expulsaba cada vez que iba al baño, se unió aquel brebaje que no había quien se tomara, pero que me bebí como pude, y los incesantes viajes al baño para defecar lo poco que me quedaba en el intestino. Las visitas al baño ya sólo dejaban sangre, nada más. Al atardecer, ya había terminado con aquella tortura, pero habría que esperar hasta el día siguiente para la prueba.
Vacía, o mejor dicho, vaciada, y sin poder tomar ningún alimento, aquello fue la puntilla para el maltrecho estado físico en que me encontraba. No tengo palabras para describir cómo me sentía: Demacrada, débil, hambrienta, cansada, asustada... Al día siguiente me dirigí hacia la sala de colonoscopias. Recuerdo recorrer aquel pasillo cogida del del brazo de mi hermano, como si me dirigiera a un matadero. Apenas podía sostenerme en pie, y supongo que lo advirtieron porque al verme, rápidamente me tumbaron en una camilla. En la sala de colonoscopias de la tercera planta les di vía libre para escudriñar mi interior. Me imagino a todos aquellos médicos y enfermer@s alucinando con la debacle formada en mi intestino. No sé cuánto tiempo estuve sedada, lo único que sé es que cuando salí de allí, lo hice con un diagnóstico claro y demasiado evidente: Colitis ulcerosa, o mejor dicho, Pancolitis ulcerosa Grado III-IV, esto es, afectación total del intestino grueso. ¡Premio para la señorita! Colitis ulcerosa, una enfermedad que me acompañará hasta el día de mi muerte.
Por aquel entonces nunca había oído hablar de la enfermedad, así que en cuanto pude, subí a la biblioteca, situada en la quinta planta del hospital. Acudí al lugar en que me sentía como en casa, y al que en las semanas sucesivas, peregrinaría incesantemente en busca de libros, cuya compañía necesitaba más que nunca. Había un ordenador con conexión a internet, y aunque mis hermanos me dijeron que no lo hiciera, me puse a buscar información con desesperada curiosidad. Por fin sabía qué le pasaba a mi cuerpo, por fin podía poner nombre a toda esa suerte de síntomas que me habían asediado durante meses.
Después vinieron semanas sin probar bocado, con alimentación parentenal, y suministrándome también por vía intravenosa ingentes cantidades de corticoides. Así pasaron los días, conectada a una máquina ruidosa que pitaba constantemente y que recuerdo con espanto. Una vía por aquí, otra por allá. Esta se me clava y me hace daño.. Debemos dejarla, hay que reservar vías por si acaso... Ahora una infección... Analíticas y más analíticas... Pero al margen de esos pequeños contratiempos, y de la falta de descanso, por las noches sobre todo, llegué a acostumbrarme a aquello. Los corticoides hicieron su trabajo desde el primer minuto y la inflamación fue remitiendo poco a poco. Eso sí, el deterioro era tal que mi intestino tardó en recuperarse varios meses.
Estuve ingresada la friolera de un mes, y no puedo decir que fuesen unas vacaciones precisamente. Compartí habitación con muchas enfermas, todas mayores, que tenían toda clase de dolencias, y todas ellas acompañadas por algún familiar. Se iba una y pronto venía otra. Éramos seis personas mínimo de día y de noche. Ruidos, visitas, acompañantes antipáticos o con total ausencia de empatía y amabilidad, y otros encantadores... (supongo que como todo en esta vida). Conocí en este tiempo personas estupendas, y desde luego muchos médicos y sanitarios muy agradables. Todos fueron amables conmigo y me encontré en todo momento atendida y acompañada por ellos, y sobre todo por mi familia y amigos. La verdad es que llegué a acostumbrarme a aquel sucedáneo de vida, a los estrictos horarios y a los muchos rituales hospitalarios.
En toda mi vida no había pisado un hospital, ni siquiera me habían dado un punto, y a pesar de tener dos hermanos enfermeros, jamás había sentido vocación sanitaria alguna, al contrario, los admiro profundamente porque sé que yo no serviría para ese trabajo. Encontrarme de repente convertida en una paciente, en un hospital, atada a una máquina, fue una experiencia difícil y dura, muy dura. Recuerdo llorar a escondidas en el cuarto de baño en varias ocasiones. Supongo que asimilar algo así conlleva todo un proceso de reconversión interna, y se necesita un tiempo para digerirlo. Pero ahora, echando la vista atrás, tampoco recuerdo todo aquello como algo tan horrible, (la mente es sabia y se encarga de borrar los peores recuerdos). Fue duro, claro que sí. Tambaleó todos mis planes y mis certezas, y supuso, qué duda cabe, un antes y un después en mi vida, pero también fue una experiencia de la que aprendí mucho.
Pasé como veinte días sin probar bocado. Veía pasar la comida de mis vecinas de habitación y salivaba, ¡con la comida hospitalaria! Me comería un chorizo decía, y sí, me hubiese comido cualquier cosa que me hubiesen puesto en el plato. El día que me trajeron un trozo de tortilla de patatas... ese día fui feliz. Yo no podría comerme todo ese trozo, me dijo una acompañante. Pues yo sí me lo comí. Y qué buena que me estuvo... En realidad todo me estaba rico. Bueno, todo no, llegué a aborrecer los purés. Como un conejillo de indias, probaba cómo me sentaba todo. La nutricionista me confeccionaba los menús diarios y me preguntaba qué tal me sentaban los diferentes alimentos, y creo que aunque no fuera así, todo me sentaba bien, tantas ganas tenía de volver a comer y masticar comida real.
Tantos días de abstinencia se notaban ya en mi cuerpo. Llegué a pesar cincuenta kilos, quizá menos. Pero en la cara no se me notaba demasiado, ya que la tenía hinchada por los corticoides (es lo que llaman cara de luna). La mejoría fue en aumento, hasta el día que me desconectaron los goteros y me administraron la medicación por vía oral. Recuerdo recorrerme el hospital de arriba a abajo durante aquellos últimos días, como si me hubiesen quitado los grilletes, libre de movimientos. ¡Qué felicidad!
Recibí el alta un 17 de junio. El doctor Vicente, un médico muy amable y simpático que nunca podré olvidar, me dijo por el pasillo: Te vas a casa, y yo recibí la noticia como si me hubiese tocado la lotería, no digo más. La estación había cambiado. También había cambiado mi cuerpo, y mi vida.
Me recogieron mi hermana, y mi madre, y cuando vi la torre de mi pueblo después de un mes de ausencia, las lágrimas se me saltaban. Me sentía eufórica, feliz. Bajé la ventanilla y con la música de fondo, y el aire acariciándome el rostro, me embargó una increíble sensación de plenitud.
Podría decirse que aquel primer brote fue lo peor que he vivido con mi enfermedad y es posible que así fuera, aunque ya en casa, pronto me di cuenta de lo que implicaba aquella afección, y que no iba a olvidarme de ella tan fácilmente. Mi historia como enferma de colitis ulcerosa apenas acababa de empezar. Tan solo un par de meses después de dejar los corticoides tuve un nuevo brote (coincidiendo con unas semanas ajetreadas de trabajo) y medio año después, otro más, en vísperas de mi boda (en esta ocasión ya iba conociendo de qué iba aquello, y profeticé el brote mucho antes de que ocurriera). En mi viaje de novios llevaba a buen recaudo, en la maleta de mano, los corticoides y la espuma rectal. A mi regreso, mi digestivo, (con la que, por cierto, tengo en común el nombre y otras cuentas cosas) decidió que el claversal no funcionaba y me mandó hacer todas las pruebas para cambiarme la medicación. La azatioprina sería desde entonces mi aliada en esta enfermedad.
Son ya más de dieciséis años tomando este medicamento inmunosupresor llamado Imurel. Es un medicamento que hay que controlar, porque parece hacer de las suyas de vez en cuando (da auténtico pavor leer el prospecto), y con el que tienes que tener precauciones (como a la hora de tomar el sol), pero a pesar de los numerosos efectos secundarios que puede provocar, en mi caso ha funcionado bastante bien, al menos hasta la fecha. Desde que empecé a tomarlo he tenido algunos brotes (siempre coincidiendo con períodos de estrés), pero todos ellos han sido leves, y los he podido controlar con un corticoide flojito llamado Clipper.
También he tenido mis flirteos con otros medicamentos como Infliximab, un medicamento biológico del cual me administraron varias dosis y que me retiraron por ineficacia (trataban de atajar los dolores articulares que me sobrevinieron meses después de tener a mi hijo), o como la Salazopirina, que tampoco funcionó, aunque de eso ahora ya hacen varios años.
Pero estar enferma de colitis ulcerosa no solo implica sufrir una enfermedad crónica e incurable que a lo largo de tu vida aparecerá con numerosos brotes para recordarte que sigue ahí. No solo implica tomarte dos pastillas al día de un medicamento que te baja las defensas y no se sabe cuántas cosas más, o hacerte analíticas cada tres meses, o colonoscopias periódicamente. No solo implica no poder tomar ciertos medicamentos como los antiinflamatorios, o cuidar tu alimentación, (sin abusar de picantes ni comidas pesadas, ni del café o el alcohol), o intentar mantener a raya el estrés. También es padecer una enfermedad en silencio, porque para el resto del mundo tu aspecto no es preocupante. Estás delgada, y no tienes secuelas aparentes, ¿por qué ibas a estar enferma si te ves bien? Sin embargo, cuando uno tiene colitis ulcerosa, las diarreas forman parte de tu día a día, el dolor de tripa, la hinchazón y los gases, (sobre todo por la noche) son una constante, y también lo son las llagas en la boca, y sufrir dolor articular de manera recurrente. Estar enferma de colitis ulcerosa es tener un elevado riesgo de padecer cáncer de colon, y es también tener la preocupación constante de que todo lo que le ocurre a tu cuerpo pueda estar relacionado con la enfermedad, ya sea una simple conjuntivitis en el ojo (puede ser una uveitis propia de la colitis), o unos sabañones sin importancia, (podrían estar asociados a una enfermedad sistémica relacionada con la colitis), o un dolor lumbar y de caderas (que puede convertirse en una espondilitis)...
En algún momento de tu vida con esta enfermedad te das cuenta de que te acuden todos los "itis" que puedas imaginar. En el fondo, sabes que tu cuerpo no funciona bien, que él mismo es el culpable de tu enfermedad, como un saboteador infiltrado en tu sistema inmunitario. Por alguna razón que desconoces, tu organismo obedece a alguna instrucción errónea y se ataca a sí mismo sin remedio. Lo hizo evidente a través de tu intestino, pero a saber en qué lugar recóndito de tus células está haciendo de las suyas. Porque son muchas las manifestaciones extraintestinales que pueden aparecer si padeces E.E.I., y eso es lo verdaderamente preocupante de esta dolencia, que es impredecible. El enemigo está en casa, escondido, agazapado, esperando su oportunidad, y no puedes evitar mirar con recelo cualquier indicio.
Ese miedo estará ahí, acompañándote durante el resto de tus días, aunque tratas de mantenerlo a raya y a buen recaudo. Porque esta enfermedad te ha enseñado a vivir el presente y a no pensar demasiado en lo que vendrá, te ha enseñado a afrontar la vida con todo lo bueno y lo malo que le toca vivir a cada cual.
Cuando enfermé, en mi pueblo era la única persona que padecía enfermedad inflamatoria intestinal. Con el tiempo, he ido conociendo a otros enfermos a los que siempre he tratado de ayudar con mi experiencia y transmitirles tranquilidad. Todos ellos son enfermos de Crohn. Curiosamente, hasta hace bien poco, las dos únicas personas que conocía con colitis ulcerosa eran mujeres y bibliotecarias como yo, pero lo preocupante es que cada vez son más los casos que conozco en mi entorno.
Hasta aquí el relato de mi historia con colitis ulcerosa, una historia que continúo escribiendo cada día. Han pasado diecisiete años de mi primer brote, y a veces me parece que todo aquello fue un mal sueño, pero por desgracia no lo fue. De aquella experiencia me traje mi enfermedad crónica, una enfermedad que acarrea otras muchas dolencias y que no deja de ser una perpetua preocupación. Pero también me traje la superación de mi miedo al hospital (antes sólo el olor hacía que me marease), de mi miedo a los pinchazos (qué brazo quieres hoy, acabé por decirles cuando me sacaban sangre), y una nueva forma de encarar la vida, con entereza, con fortaleza, y sobre todo con gratitud. Más de una vez he tenido momentos de debilidad, de hartazgo, de desesperanza... y me he preguntado por qué a mí, pero pronto me recompongo y me digo a mí misma que no hay tiempo para lamentarse. El futuro es demasiado incierto, sí, pero la vida es aquí y ahora.
Y aquí sigo, viviendo y disfrutando del presente. Lidiando con esta enfermedad que ya siempre va conmigo y que forma parte de mí, con esta pequeña tara que me acompañará el resto de mis días, con esta lucha constante que se ha convertido en mi para siempre.
Dedicado a todas las personas que sufren Enfermedad Inflamatoria Intestinal. Espero que mi testimonio les sirva de ayuda.
***
Epílogo:
Quizá alguien pudiera pensar que he exagerado al contar mi historia, o que hay cosas que no debería haber escrito porque no son demasiado agradables de leer. Cierto es que no es grato mucho de lo que aquí cuento, pero es una realidad sin edulcorar, mi realidad, sin más. Tampoco he querido exagerar, sino narrar mi experiencia tal y como fue, aunque también he decir que he obviado en mi relato muchos episodios, por no extenderme demasiado, y me dejo también muchos otros muchos momentos difíciles en el tintero, que prefiero guardar para mí. En ningún momento ha sido mi intención victimizarme, sino dar visibilidad y normalizar una enfermedad desconocida todavía por muchas personas.
Y por último, quisiera hacer constar que cada enfermo es un mundo y también cada enfermedad. Lo que es válido para alguien no tiene por qué serlo para otro y viceversa. Esta afección conlleva un proceso de aprendizaje de tu propio cuerpo, de tus posibilidades y limitaciones, y como siempre, estoy convencida de que la fortaleza espiritual y mental de cada cual es esencial para afrontar el día a día.