sábado, 27 de marzo de 2021

Para siempre



Cerré los ojos y volví a abrirlos por si despertaba de aquella pesadilla. Realmente, aquello parecía un mal sueño, rodeada de un montón de gente vestida de blanco, de cables, de pantallas... La realidad se mezcla ahora con la ficción y una nube borrosa se adueña de mis recuerdos, pero lo que no he sido capaz de olvidar es aquel cansancio extremo que sentía, y tampoco la mezcla de miedo e inquietud que se cernía sobre mí de una manera incontrolable. La secuencia se pierde en mi memoria, para devolverme a una camilla en la que acabé tumbada de costado. Oía voces que me hablaban, aunque no podría reproducir una sola palabra de lo que me decían. Pronto los párpados me comenzaron a pesar, y una sensación de ebriedad se apoderó de mí. Pude ver en la pantalla  un laberinto de carne sangrante durante unos segundos, y  de repente, se hizo la noche.

...

Podría decir que ese fue el comienzo de todo, de esta batalla que me ha tocado vivir, y en cierto modo sí, ese fue el inicio de una nueva vida, de mi vida con una enfermedad crónica. Pero entonces me estaría dejando una parte importante de la historia, porque hasta llegar a esa camilla, recorrí un camino tortuoso, un largo y lento declive, que no fue sino un precipitarme sin frenos hacia un lugar desconocido, hacia un futuro del que no tenía escapatoria y cuya realidad se hizo latente en aquella camilla. El deterioro físico que mi cuerpo llevaba meses experimentando, me había arrastrado inevitablemente hasta un hospital. Pero todo a su tiempo, comencemos por el principio...


Tenía veintisiete años, pareja, un trabajo que me encantaba, pero que también me absorbía, y una familia y amigos que me querían y a los que quería. Tenía, en definitiva, todo lo necesario para ser feliz, y lo era, por supuesto que sí, pero un buen día, no sabría decir el momento exacto, comencé a sufrir fuertes dolores de tripa, y diarreas. Al principio, no le di mayor importancia, supongo que culpé a algún virus intestinal, y al acelerado ritmo de trabajo al que me sometía, pero poco a poco los episodios se fueron sucediendo con mayor frecuencia. El dolor llegó a ser casi constante, y muy desagradable. Sentía como si un gato estuviera arañando aquel amasijo de tripas que tanto me dolían. 

Últimamente el estrés formaba parte de mi vida. Vivía con la sensación permanente de que siempre me quedaban cosas por hacer, de que no me daba tiempo, de que no llegaba. Recurrí entonces a la homeopatía. Es ansiedad- me dijeron, y el hígado inflamado. Me clavaron las orejas con acupuntura, para obrar el milagro de la sanación. Sin embargo, tal milagro no se produjo. Las visitas constantes al baño y el dolor de tripa siguieron siendo habituales. Culpé al estrés de mis dolencias, y sí, sentía algo parecido a la ansiedad. En pocos días, dos personas me advirtieron al verme que tenía mala cara. Ahí me empecé a preocupar. Tengo diarrea, les contestaba, pero no es éste un buen tema de conversación... Arroz, manzanas, pan tostado, yogur... probé durante días los remedios que unos y otros me aconsejaban, pero aquello, lejos de atajarse empeoró. Y llegó el día en que en el retrete aparecieron el moco (una sustancia blanquecina que no es otra cosa que parte de la mucosa que recubre el intestino), y poco después la sangre. 

La primera vez que vi aquella aquella sangre roja y brillante mezclada con mis heces, el miedo me petrificó. La sangre es siempre escandalosa y alarmante, y cuando uno no sabe de qué parte de su cuerpo fluye exactamente todavía más. Durante días, quizás semanas, las diarreas fueron persistentes, e incluso llegaron a producirse por la noche. Comencé a sentirme cansada, me dolía a todas horas la tripa,  y llegó el momento en que cuando iba al baño, en el inodoro solo encontraba un rastro de sangre, mi sangre.

Una tarde mientras trabajaba sentí que no podía más, me dirigí al Centro de Salud y allí, tras reconocerme, me administraron un gotero de suero. Me sentía demacrada física y mentalmente. El médico que me atendió me avisó de que podía tener una enfermedad grave. Sin embargo, en urgencias no advirtieron mayor causa que unas molestas hemorroides. Mi madre me decía que además de molestas, también dolían mucho, así que convencida de sufrirlas, y no precisamente en silencio, aguanté como pude otros tantos días. 

Ingresé en el hospital el 18 de mayo del año 2004, no sin antes sufrir mi particular peregrinaje de consultas médicas, y de urgencias. Había perdido más de tres kilos y hacía más de 20 deposiciones diarias, líquidas y sanguinolentas. Tenía todavía las orejas taladradas por varias agujas de acupuntura.

Ese día, tras varias horas esperando, decidieron ingresarme, por primera vez en mi vida. Me dio por llorar, aunque en el fondo, sabía que era el único camino posible y que no podía seguir así por más tiempo. Recuerdo llegar a la habitación 308 y sentarme en la cama, como si aquello no fuera conmigo. Cuando llegó la enfermera me echó la bronca. Te tienes que poner el pijama-  me dijo. Supongo que mi mente se resistía a asumir la nueva situación, y no quería que mi cuerpo se mimetizara con aquel ambiente aún desconocido para mí. En el fondo, creo que estaba "cagada" de miedo.

Al día siguiente me prepararon para hacerme la colonoscopia. En honor a la verdad, diré que ninguna preparación para esta prueba es demasiado agradable, (y ya llevo la friolera de seis, si no he perdido la cuenta) pero aquella la recuerdo con especial rechazo. A la diarrea que ya sufría de por sí, y la sangre que expulsaba cada vez que iba al baño, se unió aquel brebaje que no había quien se tomara, pero que me bebí como pude, y los incesantes viajes al baño para defecar lo poco que me quedaba en el intestino. Las visitas al baño ya sólo dejaban sangre, nada más. Al atardecer, ya había terminado con aquella tortura, pero habría que esperar hasta el día siguiente para la prueba. 

Vacía, o mejor dicho, vaciada, y sin poder tomar ningún alimento, aquello fue la puntilla para el maltrecho estado físico en que me encontraba. No tengo palabras para describir cómo me sentía: Demacrada, débil, hambrienta, cansada, asustada... Al día siguiente me dirigí hacia la sala de colonoscopias. Recuerdo recorrer aquel pasillo cogida del del brazo de mi hermano, como si me dirigiera a un matadero. Apenas podía sostenerme en pie, y supongo que lo advirtieron porque al verme, rápidamente me tumbaron en una camilla. En la sala de colonoscopias de la tercera planta les di vía libre para escudriñar  mi interior. Me imagino a todos aquellos médicos y enfermer@s alucinando con la debacle formada en mi intestino. No sé cuánto tiempo estuve sedada, lo único que sé es que cuando salí de allí, lo hice con un diagnóstico claro y demasiado evidente: Colitis ulcerosa, o mejor dicho, Pancolitis ulcerosa Grado III-IV, esto es, afectación total del intestino grueso. ¡Premio para la señorita!  Colitis ulcerosa, una enfermedad que me acompañará hasta el día de mi muerte.

Por aquel entonces nunca había oído hablar de la enfermedad, así que en cuanto pude, subí a la biblioteca, situada en la quinta planta del hospital. Acudí al lugar en que  me sentía como en casa, y al que en las semanas sucesivas, peregrinaría incesantemente en busca de libros, cuya compañía necesitaba más que nunca. Había un ordenador con conexión a internet, y aunque mis hermanos me dijeron que no lo hiciera, me puse a buscar información con desesperada curiosidad. Por fin sabía qué le pasaba a mi cuerpo, por fin podía poner nombre a toda esa suerte de síntomas que me habían asediado durante meses. 

Después vinieron semanas sin probar bocado, con alimentación parentenal, y suministrándome también por vía intravenosa ingentes cantidades de corticoides. Así pasaron los días, conectada a una máquina ruidosa que pitaba constantemente y que recuerdo con espanto. Una vía por aquí, otra por allá. Esta se me clava y me hace daño.. Debemos dejarla, hay que reservar vías por si acaso... Ahora una infección... Analíticas y más analíticas... Pero al margen de esos pequeños contratiempos, y de la falta de descanso, por las noches sobre todo, llegué a acostumbrarme a aquello. Los corticoides hicieron su trabajo desde el primer minuto y la inflamación fue remitiendo poco a poco. Eso sí, el deterioro era tal que mi intestino tardó en recuperarse varios meses. 

Estuve ingresada la friolera de un mes, y no puedo decir que fuesen unas vacaciones precisamente. Compartí habitación con muchas enfermas, todas mayores, que tenían toda clase de dolencias, y todas ellas acompañadas por algún familiar. Se iba una y pronto venía otra. Éramos seis personas mínimo de día y de noche. Ruidos, visitas, acompañantes antipáticos o con total ausencia de  empatía y amabilidad, y otros encantadores... (supongo que como todo en esta vida). Conocí en este tiempo personas estupendas, y desde luego muchos médicos y sanitarios muy agradables. Todos fueron amables conmigo y me encontré en todo momento atendida y acompañada por ellos, y sobre todo por mi familia y amigos. La verdad es que llegué a acostumbrarme a aquel sucedáneo de vida, a los estrictos horarios y a los muchos rituales hospitalarios. 

En toda mi vida no había pisado un hospital, ni siquiera me habían dado un punto, y a pesar de tener dos hermanos enfermeros, jamás había sentido vocación sanitaria alguna, al contrario, los admiro profundamente porque sé que yo no serviría para ese trabajo. Encontrarme de repente convertida en una paciente, en un hospital, atada a una máquina, fue una experiencia difícil y dura, muy dura. Recuerdo llorar a escondidas en el cuarto de baño en varias ocasiones. Supongo que asimilar algo así conlleva todo un proceso de reconversión interna, y  se necesita un tiempo para digerirlo. Pero ahora, echando la vista atrás, tampoco recuerdo todo aquello como algo tan horrible, (la mente es sabia y se encarga de borrar los peores recuerdos). Fue duro, claro que sí. Tambaleó todos mis planes y mis certezas,  y supuso, qué duda cabe, un antes y un después en mi vida, pero también fue una experiencia de la que aprendí mucho. 

Pasé como veinte días sin probar bocado. Veía pasar la comida de mis vecinas de habitación y salivaba, ¡con la comida hospitalaria! Me comería un chorizo decía, y sí, me hubiese comido cualquier cosa que me hubiesen puesto en el plato. El día que me trajeron un trozo de tortilla de patatas... ese día fui feliz. Yo no podría comerme todo ese trozo, me dijo una acompañante. Pues yo sí me lo comí. Y qué buena que me estuvo... En realidad todo me estaba rico. Bueno, todo no, llegué a aborrecer los purés. Como un conejillo de indias, probaba cómo me sentaba todo. La nutricionista me confeccionaba los menús diarios y me preguntaba qué tal me sentaban los diferentes alimentos, y creo que aunque no fuera así, todo me sentaba bien, tantas ganas tenía de volver a comer y masticar comida real. 

Tantos días de abstinencia se notaban ya en mi cuerpo. Llegué a pesar cincuenta kilos, quizá menos. Pero en la cara no se me notaba demasiado, ya que la tenía  hinchada por los corticoides (es lo que llaman cara de luna). La mejoría fue en aumento, hasta el día que me desconectaron los goteros y me administraron la medicación por vía oral. Recuerdo recorrerme el hospital de arriba a abajo durante aquellos últimos días, como si me hubiesen quitado los grilletes, libre de movimientos. ¡Qué felicidad! 

Recibí el alta un 17 de junio. El doctor Vicente, un médico muy amable y simpático que nunca podré olvidar, me dijo por el pasillo: Te vas a casa, y yo recibí la noticia como si me hubiese tocado la lotería, no digo más. La estación había cambiado. También había cambiado mi cuerpo, y mi vida. 

Me recogieron mi hermana, y mi madre, y cuando vi la torre de mi pueblo después de un mes de ausencia, las lágrimas se me saltaban. Me sentía eufórica, feliz. Bajé la ventanilla y con la música de fondo, y el aire acariciándome el rostro, me embargó una increíble sensación de plenitud. 

Podría decirse que aquel primer brote fue lo peor que he vivido con mi enfermedad y es posible que así fuera, aunque ya en casa, pronto me di cuenta de lo que implicaba aquella afección, y que no iba a olvidarme de ella tan fácilmente. Mi historia como enferma de colitis ulcerosa apenas acababa de empezar. Tan solo un par de meses después de dejar los corticoides tuve un nuevo brote (coincidiendo con unas semanas ajetreadas de trabajo) y medio año después, otro más, en vísperas de mi boda (en esta ocasión ya iba conociendo de qué iba aquello, y profeticé el brote mucho antes de que ocurriera). En mi viaje de novios llevaba a buen recaudo, en la maleta de mano, los corticoides y la espuma rectal. A mi regreso, mi digestivo, (con la que, por cierto, tengo en común el nombre y otras cuentas cosas) decidió que el claversal no funcionaba y me mandó hacer todas las pruebas para cambiarme la medicación. La azatioprina sería desde entonces mi aliada en esta enfermedad.

Son ya más de dieciséis años tomando este medicamento inmunosupresor llamado Imurel. Es un medicamento que hay que controlar, porque parece hacer de las suyas de vez en cuando (da auténtico pavor leer el prospecto), y con el que tienes que tener precauciones (como a la hora de tomar el sol), pero a pesar de los numerosos efectos secundarios que  puede provocar, en mi caso ha funcionado bastante bien, al menos hasta la fecha. Desde que empecé a tomarlo he tenido algunos brotes (siempre coincidiendo con períodos de estrés), pero todos ellos han sido leves, y los he podido controlar con un corticoide flojito llamado Clipper. 

También he tenido mis flirteos con otros medicamentos como Infliximab, un medicamento biológico del cual me administraron varias dosis y que me retiraron por ineficacia (trataban de atajar los dolores articulares que me sobrevinieron meses después de tener a mi hijo), o como la Salazopirina, que tampoco funcionó, aunque de eso ahora ya hacen varios años.

Pero estar enferma de colitis ulcerosa no solo implica sufrir una enfermedad crónica e incurable que a lo largo de tu vida aparecerá con numerosos brotes para recordarte que sigue ahí. No solo implica tomarte dos pastillas al día de un medicamento que te baja las defensas y no se sabe cuántas cosas más, o hacerte analíticas cada tres meses, o colonoscopias periódicamente. No solo implica no poder tomar ciertos medicamentos como los antiinflamatorios, o cuidar tu alimentación, (sin abusar de picantes ni comidas pesadas, ni del café o el alcohol), o intentar mantener a raya el estrés. También es padecer una enfermedad en silencio, porque para el resto del mundo tu aspecto no es preocupante. Estás delgada, y no tienes secuelas aparentes, ¿por qué ibas a estar enferma si te ves bien?  Sin embargo, cuando uno tiene colitis ulcerosa, las diarreas forman parte de tu día a día, el dolor de tripa, la hinchazón y los gases, (sobre todo por la noche) son una constante, y también lo son las llagas en la boca, y sufrir dolor articular de manera recurrente. Estar enferma de colitis ulcerosa es tener un elevado riesgo de padecer cáncer de colon, y es también tener la preocupación constante de que todo lo que le ocurre a tu cuerpo pueda estar relacionado con la enfermedad, ya sea una simple conjuntivitis en el ojo (puede ser una uveitis propia de la colitis), o unos sabañones sin importancia, (podrían estar asociados a una enfermedad sistémica relacionada con la colitis), o un dolor lumbar y de caderas (que puede convertirse en una espondilitis)... 

En algún momento de tu vida con esta enfermedad te das cuenta de que te acuden todos los "itis" que puedas imaginar. En el fondo, sabes que tu cuerpo no funciona bien,  que él mismo es el culpable de tu enfermedad, como un saboteador infiltrado en tu sistema inmunitario. Por alguna razón que desconoces, tu organismo obedece a alguna instrucción errónea y se ataca a sí mismo sin remedio. Lo hizo evidente a través de tu intestino, pero a saber en qué lugar recóndito de tus células está haciendo de las suyas. Porque son muchas las manifestaciones extraintestinales que pueden aparecer si padeces E.E.I., y eso es lo verdaderamente preocupante de esta dolencia, que es impredecible. El enemigo está en casa, escondido, agazapado, esperando su oportunidad, y no puedes evitar mirar con recelo cualquier indicio.

Ese miedo estará ahí, acompañándote durante el resto de tus días, aunque tratas de mantenerlo a raya y a buen recaudo. Porque esta enfermedad te ha enseñado a vivir el presente y a no pensar demasiado en lo que vendrá, te ha enseñado a afrontar la vida con todo lo bueno y lo malo que le toca vivir a cada cual.

Cuando enfermé, en mi pueblo era la única persona que padecía enfermedad inflamatoria intestinal. Con el tiempo, he ido conociendo a otros enfermos a los que siempre he tratado de ayudar con mi experiencia y transmitirles tranquilidad. Todos ellos son enfermos de Crohn. Curiosamente, hasta hace bien poco, las dos únicas personas que conocía con colitis ulcerosa eran mujeres  y bibliotecarias como yo, pero lo preocupante es que cada vez son más los casos que conozco en mi entorno. 

Hasta aquí el relato de mi historia con colitis ulcerosa, una historia que continúo escribiendo cada día. Han pasado diecisiete años de mi primer brote, y a veces me parece que todo aquello fue un mal sueño, pero por desgracia no lo fue. De aquella experiencia me traje mi enfermedad crónica, una enfermedad que acarrea otras muchas dolencias y que no deja de ser una perpetua preocupación. Pero también me traje la superación de mi miedo al hospital (antes sólo el olor hacía que me marease), de mi miedo a los pinchazos (qué brazo quieres hoy, acabé por decirles cuando me sacaban sangre), y una nueva forma de encarar la vida, con entereza, con fortaleza, y sobre todo con gratitud.  Más de una vez he tenido momentos de debilidad, de hartazgo, de desesperanza... y me he preguntado por qué a mí, pero pronto me recompongo y me digo a mí misma que no hay tiempo para lamentarse. El futuro es demasiado incierto, sí, pero la vida es aquí y ahora.

Y aquí sigo, viviendo y disfrutando del presente. Lidiando con esta enfermedad que ya siempre va conmigo y que forma parte de mí, con esta pequeña tara que me acompañará el resto de mis días, con esta lucha constante que se ha convertido en mi para siempre.


Dedicado a todas las personas que sufren Enfermedad Inflamatoria Intestinal. Espero que mi testimonio les sirva de ayuda.


***


Epílogo: 

Quizá alguien pudiera pensar que he exagerado al contar mi historia, o que hay cosas que no debería haber escrito porque no son demasiado agradables de leer. Cierto es que no es grato mucho de lo que aquí cuento, pero es una realidad sin edulcorar, mi realidad, sin más.  Tampoco he querido exagerar, sino narrar mi experiencia tal y como fue, aunque también he decir que he obviado en mi relato muchos episodios, por no extenderme demasiado, y me dejo también muchos otros muchos momentos difíciles en el tintero, que prefiero guardar para mí. En ningún momento ha sido mi intención victimizarme, sino dar visibilidad y normalizar una enfermedad desconocida todavía por muchas personas.

Y por último, quisiera hacer constar que cada enfermo es un mundo y también cada enfermedad. Lo que es válido para alguien no tiene por qué serlo para otro y viceversa. Esta afección conlleva un proceso de aprendizaje de tu propio cuerpo, de tus posibilidades y limitaciones, y como siempre, estoy convencida de que la fortaleza espiritual y mental de cada cual es esencial para afrontar el día a día.


    

 


martes, 9 de marzo de 2021

Amparo Gavidia Murcia, una mujer extraordinaria


Mi primer recuerdo de ella tiene como escenario una biblioteca. La regentaba diligentemente desde el día de su inauguración, allá por el año 1966. En mi memoria se vislumbra con nitidez la imagen de aquella mujer de semblante risueño y expresión concentrada tras sus gafas. La recuerdo situada en su mesa repleta de papeles y ficheros, junto a la ventana, buscando entre las fichas de los usuarios, rodeada de libros, de niñas y niños, pidiéndonos silencio mientras nos dirigía una mirada severa. Nunca le reprochamos su rectitud, ni mucho menos, por aquel entonces era lo normal; las bibliotecas eran templos silenciosos que poco o nada tenían que ver con las bibliotecas públicas de hoy en día.

Aquella gran mujer se llamaba, (y se llama, porque afortunadamente todavía sigue entre nosotros) Amparo, aunque siempre la llamamos Doña Amparo, y aún hoy lo seguimos haciendo cariñosamente. Fue durante décadas bibliotecaria de aquel mágico lugar al que yo acudía de pequeña en busca de libros y que con los años se convertiría en mi segunda casa. Y fue también la encargada de su impulso, de su creación y la mujer que la puso en marcha. Poco después, tuve la suerte de ser alumna suya, ya que además de bibliotecaria, era maestra. 

Cuando empecé a fraguar en mi mente el relato sobre una mujer pionera, enseguida tuve claro que esa mujer no sería ninguna mujer famosa cuya fascinante vida haya llenado ríos de tinta y deslumbrado a todos los que nos hemos asomado a ella en algún momento. Podría haber dedicado estas líneas a Marie Curie, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán, Frida Khalo o tantas otras. Sin embargo, quise dedicar estas letras a una mujer que he tenido la fortuna de conocer en persona y a la que he admirado durante toda mi vida, a una mujer extraordinaria en todos los sentidos, llamada Amparo Gavidia Murcia.

Aunque no nació en Munera, ha sido en este pequeño pueblo manchego donde ha transcurrido su vida desde que con veintiocho años obtuvo la plaza de maestra, oficio que ejerció con verdadera vocación y dedicación hasta su jubilación. Muchos de sus alumnos la recordaremos siempre con gran afecto, como a la gran maestra que siempre fue. Y hasta aquí, no dista su historia de la de muchas otras mujeres, maestras de profesión, cuya labor ha marcado a numerosas generaciones de alumnas y alumnos. Sin embargo, el hecho de ser maestra, y el extraordinario trabajo que realizó como tal, viene a ser casi una anécdota en la vida de esta magnífica mujer. 

En Munera conoció a su marido, Enrique García Solana, periodista, escritor, y  Cronista Oficial de la villa. Fue un hombre culto, con profundas inquietudes literarias, que compartía con su esposa, y las cuales les llevaron a emprender numerosos proyectos culturales en el municipio.

Podría decirse que esta gran mujer fue durante años la mano derecha del gran hombre que era su marido, y no faltaría a la verdad, sin embargo, también es cierto que a Amparo le sobran los méritos propios para afirmar que toda su vida ha sido un ejemplo de mujer luchadora, valiente, y capaz por sí misma.

Es Amparo Gavidia una mujer de grandes capacidades. Fue maestra, algo que quizá no era tan inusual, pero también ejerció durante años como directora del Colegio Público Cervantes hasta que se jubiló, un cargo que por aquel entonces no era ocupado por mujeres con demasiada frecuencia. 

Nunca olvidaré el día en que siendo estudiante recibí un diploma por mis calificaciones, y el orgullo que sentí al recibirlo de manos de la directora, doña Amparo, una mujer que ya en ese momento, sin apenas conocer su historia, consideraba sobresaliente y me parecía rodeada de un aura especial.

Es Amparo Gavidia una mujer valiente. Su historia, como la de muchas otras grandes mujeres que han roto estereotipos, y se han convertido en pioneras, es larga de contar, y está colmada de proyectos. Inicialmente fueron urdidos junto a su marido, y llevados a cabo por ambos con el entusiasmo y la vocación de los que encuentran en la cultura el sentido de su existencia. Pero aquel murió demasiado pronto, y aunque no debió de ser fácil, Amparo dio un paso adelante y quedó al frente de todos aquellos proyectos.  A la pérdida de su marido, le siguieron con el tiempo el fallecimiento prematuro de sus dos hijos, y a pesar de los pesares, ella continuó trabajando por la cultura y abanderando los numerosos proyectos culturales con los que nos obsequiaron. Continuó organizando año tras año el Concurso literario Molino de Viento de la Bella Quiteria, siguió reuniendo a los pies de su molino a escritores de toda España y a recibirlos con el agrado y cordialidad de las que siempre hizo gala, siguió impulsando cada veinte de septiembre el Pórtico Literario de la feria de Munera, y siguió también colaborando con la revista local Ecos que fundara su marido en 1945. 

Es Amparo Gavidia una mujer luchadora. Lo ha demostrado Amparo a lo largo de su vida con su imparable labor, evidenciando siempre la pasta de la que está hecha, la fuerza que siempre la ha caracterizado, la entereza con que ha afrontado todas sus desgracias para seguir caminando y trabajando por la cultura. Pero además, como hiciera María Moliner en su día, fue la artífice de compilar cientos de palabras, vocablos y localismos propios del municipio. Pacientemente las fue anotando, redactando y ordenando para ir publicándolas después en la revista local Ecos en la sección que tituló Diccionario Munerense. En 2011 todas esas palabras que Amparo había ido recopilando se publicaron en un libro que recibió el mismo nombre que aquella sección. Gran lectora y entusiasta del Quijote, ha dedicado gran parte de su vida a estudiarlo con auténtica devoción. En verdad, podríamos decir que toda su vida está inexorablemente ligada a la gran obra de Cervantes.

Fruto de su ejemplar trayectoria, son muchas las muestras de cariño, y el sincero reconocimiento de todo un pueblo y del mundo de la cultura de toda la provincia, que se le han proferido en los últimos años. Amparo Gavidia ha obtenido numerosas condecoraciones: Ha sido nombrada Hija Adoptiva de Munera, Quiteria de Honor, pregonera de la Feria... Homenajes que se quedan cortos para agradecer el inmenso legado cultural con el que ella nos ha obsequiado a todos los munereños.

Amparo Gavidia Murcia, esposa, madre, maestra, directora, bibliotecaria, escritora... una mujer polifacética que todavía, a sus noventa y muchos años, podemos admirar y felicitar por ser, sin duda, una mujer extraordinaria. 



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Epílogo: 

Una amiga que quizás confía demasiado en mis habilidades como escritora, me envió una información sobre un concurso. Había que escribir sobre una mujer pionera, cualquiera, real o ficticia. Me quedé pensando unos minutos y pronto supe que si había de escribir sobre alguien, esa mujer no sería otra que Amparo Gavidia Murcia, una mujer por la que, por si no ha quedado claro, siento verdadera admiración. 

Seguramente este relato no llegará a ganar ningún premio, ando escasa de tiempo, y de inspiración, y ambos son necesarios para escribir algo de calidad, sin embargo, no quería dejar pasar la oportunidad de mostrar este pequeño bosquejo de su vida, que quizá alguien algún día complete con profundidad, para celebrar el Día de la Mujer. 

También quisiera advertir al lector que gran parte del legado cultural que nos ha dejado Amparo, también es realidad gracias a su familia, y especialmente de su marido Enrique García Solana, aunque como imaginan, al margen de los méritos de aquellos, he querido rendirle este pequeño homenaje a  ella, a Amparo, a mi querida Doña Amparo, por ser ese espejo donde mirarme, un verdadero ejemplo a seguir.  

Solo me resta decir, mucha gracias Amparo, por todo, por tanto...