Recuerdo aquella época como una de las más felices de mi vida. Una etapa dichosa que transcurrió, como siempre ocurre con la felicidad, tan fugaz, que apenas soy consciente de que hayan pasado todos estos años.
A su encuentro acudía inalterablemente cada jornada. Ascendía con paso decidido, peldaño a peldaño, la escalinata que me conducía a su morada. Introducía la llave en la ranura, y escuchaba el sonido metálico que producía al girar sobre sí misma. Como si de la batuta de un director de orquesta se tratase, este sonido tan familiar precedía cada tarde el comienzo de una nueva interpretación.
Abría a continuación de par en par la puerta que la custodiaba, y a pesar de tratarse de un gesto mecánico tantas veces repetido, no podía evitar sentir la extraña sensación de estar destapando la caja de Pandora, descubriendo un tesoro escondido que ha permanecido oculto durante horas.
Franqueaba el umbral que la separaba del mundo exterior y me recibía en silencio, callada y calma. La penumbra se alternaba con las luces y las sombras, confiriéndole un íntimo halo de misterio. Entre sus muros el tiempo parecía haberse detenido, los relojes se movían a otro ritmo, como aletargados... y es que, sin duda, era un lugar mágico, la puerta de acceso a una inmensidad de mundos por descubrir, a un universo extraordinario que esperaba paciente a que fuéramos a su encuentro.
Y así, con el corazón henchido de júbilo por tener día tras día el privilegio de cuidarla, de agasajarla, y de mostrar todos sus secretos a todo aquel que ansiara conocerlos, penetraba cada tarde en su seno con la viva certeza de circular por territorios sobradamente conocidos, con la profunda sensación de sentirme de nuevo como en casa. Recorría una y otra vez los anaqueles perfectamente alineados, deleitándome en el delicioso paseo. Mis dedos acariciaban el torso de los volúmenes que se apiñaban en los estantes, y como en un interminable cortejo, se deslizaban lentamente, deteniéndose de cuando en cuando en algún título ya saboreado, en aquellas benditas historias que ya para siempre formarán parte de mí misma.
En mis interminables rondas vespertinas, sus paredes cuajadas de libros no cesaban de susurrarme hermosas palabras al oído: historias maravillosas, promesas de amor, dulces reencuentros, trágicos finales, conmovedores relatos de vidas inventadas, o reales, que casi siempre superaban con creces la propia ficción. Otras veces, me gritaban a la cara cruentas injusticias, perturbadores peligros o desoladoras realidades; verdades irrefutables sepultadas por la historia que han clamado desde antaño por ser leídas, por ser escuchadas...
Habitaban la quietud de sus pasillos millones de palabras magistralmente engarzadas. Palabras prendidas entre sí para conseguir obrar el milagro de dar voz al silencio, capaces de alumbrar libertades, de curar la ignorancia, y de sanar la mente, y el corazón... Cientos de lecturas que aguardaban sin prisa el paso del tiempo, mundos imaginarios donde buscar respuestas, donde perderse una y mil veces, para encontrarse uno así mismo inevitablemente después.
Si cierro los ojos ahora mismo aparece la nítida imagen de cada cubierta, de cada lomo, de cada edición… la posición exacta de cada volumen, de cada estante, el aspecto de cada recóndito rincón… Percibo el inolvidable aroma que desprendían las páginas de todos aquellos libros, la inigualable sensación que provocaba en mí el tacto de cada página pasada, de cada cubierta; escucho el tenue sonido de pasos curiosos perdiéndose entre los estantes, el murmullo constante de los incondicionales usuarios, el pitido sonoro emitido por el código de barras al prestar o devolver los ejemplares, el ruido inconfundible que producían los libros al caer y perder su posición vertical, o el bullicio de los más pequeños incapaces de guardar el obligado silencio… Una inolvidable banda sonora que se repetía sin descanso y que ha quedado grabada a fuego en mi interior.
Aún siento el cosquilleo que experimentaba al pronunciar las palabras mágicas: Érase una vez… y todavía resuena en mi memoria aquella dulce melodía que precedía a los cuentos: “Silencio, silencio, si yo fuera silencio...” Todavía me emociona recordar ese momento mágico en que las historias brotaban de mis labios mientras decenas de diminutos ojos me contemplaban extasiados. Me sentía entonces como Mary Poppins, una Mary Poppins llegada de un lugar lejano cuyo hechizo conseguía embrujar a todos los niños que se acercaban a escucharla. Cerraba el libro, y a menudo no podía evitar sentir el bello erizado al comprobar el esbozo de una sonrisa en cada rostro, al escuchar el silencio obrado como por encantamiento y solo roto por el aplauso…Y me sentía maga, una maga sin varita y sin chistera, capaz de hacer magia sin más herramientas que la voz y la palabra.
Observaba desde detrás del mostrador el constante ir y venir de visitantes. A menudo estudiaba sus rostros intentando vislumbrar sus pensamientos, los escrutaba en silencio tratando de adivinar si el ejemplar que asomaba entre sus brazos había sido de su agrado o acaso les había defraudado. Les recibía complaciente en la que sentía mi casa, y me embargaba la inmensa dicha de compartir con ellos lecturas, recomendaciones, opiniones… de ser la anfitriona de la gran fiesta de la cultura y de las letras y de tener la enorme fortuna de poder hacer partícipes a todos de la misma.
Noto aún sobre mis hombros la pesada carga que suponía custodiar un gran tesoro, y el ineludible compromiso de darlo a conocer... Yo, una simple mortal, convertida en centinela de un prodigioso templo del saber, de una gran fortaleza vigía de la historia y de la memoria, de un testigo fiel del pasado y del presente.
Bebiendo de su eterno elixir se me pasaron los días, los meses, los años… se desvaneció media vida transitando sus entrañas. Entre sus cuatro paredes encontré siempre consuelo a todas mis inquietudes y mis miedos, y su hospitalario regazo me acunó cada día colmando mis más profundos anhelos, saciando mi sed, sosegando mi espíritu, mitigando cualquier atisbo de soledad y abrigando siempre mi alma aquejada del frío de afuera.
Lo recuerdo todo ahora mismo como si el tiempo no hubiera pasado, y me invade una intensa emoción al evocar tantísimos momentos felices como me brindó aquel fascinante escenario, tantos amigos con los que me obsequió, tantas satisfacciones y alegrías, tantos insondables senderos como recorrí en su seno…
…Te recuerdo, mi amada biblioteca, como si todo aquello hubiera ocurrido ayer mismo… O acaso sea, sencillamente, que fue ayer cuando caminaba entre el cobijo de tus estantes…
Ya no sabría vivir sin caminarte. Siempre fuiste y serás mi hogar, querida biblioteca. Mi remanso de paz, mi altar, mi paraíso.
En octubre de 2017 escribí un pequeño texto sobre las bibliotecas y los sentidos que despiertan coincidiendo con el Día de las bibliotecas. Envié mi texto a Máximo Huerta y para mi sorpresa, una mañana repetía mis propias palabras, esas que había escrito yo pensando en mi paraíso particular, en el programa de radio de RTVE Los cinco sentidos en el que el escritor valenciano colaboraba todas las semanas.
Me hizo mucha ilusión escuchar mi nombre a través de la radio, y sin duda, es algo que no olvidaré. Por suerte, el enlace para escuchar aquel programa dedicado a las bibliotecas todavía sigue accesible.