Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina.
...
Una vida.
Rosa Montero
Ya estamos inmersos en el verano, otro más. La estación más corta (al menos en la Mancha), pero la más intensa. Lo divisamos desde la distancia a principios de año, muy lejano, casi inalcanzable, como la tierra prometida, hasta que al fin, casi sin darnos cuenta, nos sumimos en esta maravillosa estación, despojados, de un día para otro, de mangas largas y chaquetas. De repente nos sorprenden los largos días de luz, nos enfrentamos al calor sofocante, a los interminables días de pegajoso bochorno, a las tórridas noches en que es harto difícil conciliar el sueño... Y lo notamos también porque se percibe un no sé qué en el ambiente, algo distinto, un arrebato de sensaciones que parecen colmarnos a todos de buen rollo.
Todo un verano por delante: sol, vacaciones, playa, un montón de tiempo por disfrutar, más salidas, menos entradas, más bullicio por las calles, en las terrazas, en las plazas... El recogimiento al que nos hemos sometido en invierno deja paso a otro escenario completamente opuesto. El pueblo no parece el mismo, pero ni siquiera la gente parece la misma, contagiada por el alborozo.
Las calles, las tiendas, los bares, son tomadas por los habituales turistas que nos visitan por estas fechas, o quizás también este año por otros muchos que vienen buscando paz y sosiego, lejos de las grandes aglomeraciones de las que se suelen huir en tiempos de pandemia.
Llegó el verano, y con él se puso punto y final a un difícil curso escolar, a un curso que muchos ni siquiera creyeron que terminaría medianamente bien, (algunos ni siquiera pensaron que podría empezar). Los niños nos demostraron que sí, que sí se podía, y también los maestros. Un año de mascarillas, de distancias, de gel... un año reprimiendo las ganas de tocarse, de abrazarse, de juntar cabeza con cabeza para resolver ese problema tan difícil, o para contarse entre susurros la última travesura... No es la primera vez que lo escribo: qué lección nos han dado los niños, y con qué compromiso logran asumir las normas, cuando éstas son claras y firmes. Los niños son pequeñas joyas por pulir, que pueden llegar a ser tan valiosos como nos empeñemos que sean. Un futuro esperanzador si conseguimos sembrar en ellos la semilla adecuada.
Qué raro y qué complicado ha sido este pasado año, y no entraré en si lo ha sido más para unos o para otros. Creo que a todos, en mayor o menor medida, nos ha resultado difícil de sobrellevar. Ha sido duro para todos, y qué duda cabe, el paso de los meses, y las numerosas dificultades a las que nos hemos ido enfrentando, han ido mermando paulatinamente nuestra fortaleza, y aumentando nuestro desánimo.
En mi caso, este año atípico que hemos vivido ha sido de todo, menos apacible. Aperturas, cierres, cancelaciones... han sido la tónica constante de este curso, sin olvidar el resto de medidas que hemos contemplado a rajatabla: desinfección, ventilación, toma de temperatura, cuarentena de libros, contar cuentos con una mascarilla y no morir en el intento... Agotador. Ha resultado peliagudo, para qué negarlo, pero he de decir que también ha sido maravilloso poder volver a contar cuentos de manera presencial, y también ha sido un placer poner en marcha de nuevo los clubes de lectura. Cuánto echaba de menos esa sensación indescriptible de encontrarme rodeada de niños y niñas; ver la biblioteca llena de bullicio después de tanto tiempo, de niños y niñas de deseosos de cuentos, de lecturas, de libros... Cuánto añoraba ver la biblioteca rebosante de vida. Quizás haya quien se sorprenda si digo que los niños acudían felices a este mágico lugar, pero sí, no les veía la sonrisa, pero la intuía tras las mascarillas.
Pero llegó el verano, y tocó un año más poner punto y aparte a todas las actividades, para dar paso a otros menesteres igualmente necesarios. Porque en verdad... qué necesario se nos hace el verano. Y es que verano es sinónimo de vacaciones, aunque tengas cuarenta años y no te hayan dado el boletín de notas de fin de curso, aunque no vayas salir de tu pueblo ni para una escapada de fin de semana... Nos ponemos en modo vacaciones y nos contagiamos de ese ritmo más pausado y despreocupado del verano, de ese aparente letargo de los días y las noches de esta maravillosa estación. Y digo aparente letargo, pues en verdad, los días, las semanas y los meses se diluyen casi sin darnos cuenta, y pasan... qué rápido que pasan. Quizás por ser conscientes de su fugacidad, nos esforzamos en exprimirlos al máximo, disfrutando de todos los buenos momentos que se nos presentan, y dejando de lado hábitos, los horarios y la disciplina.
Qué ganas de verano... y qué pena que todavía éste no llegue a ser lo normal que desearíamos. Nos las prometíamos muy felices. Las vacunas nos ofrecían un panorama esperanzador, un verano cercano a la normalidad, sin mascarillas y sin tantos miedos. Y por enésima vez, contemplamos atónitos como el castillo de naipes se derrumba delante de nuestras narices. La incidencia se dispara, al igual que los contagios, y aunque la población más vulnerable está protegida, las consecuencias de esta ola ya se hacen notar tanto en los hospitales, como en las zonas turísticas, que ven con desesperación como esas otras olas tan esperadas, las de turistas, no harán acto de presencia tampoco este año.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí, otra vez? Pues después de poner por escrito mi indignación, y mis críticas hacia un sector de la población a la que pareciera que le da igual la situación sanitaria, la salud de las personas vulnerables, o la economía y el futuro de mucha, muchísima gente, lo borré. Lo borré todo. Me guardaré para mí esa parrafada que no contiene otra cosa que enfado e incomprensión y que me temo que no haría sino molestar al que ha tenido un comportamiento ejemplar, y a todos aquellos que no lo han tenido, seguramente les resultaría indiferente.
Diré tan sólo que la libertad de cada cual comienza exactamente desde el lugar en que nuestros actos o decisiones afectan a los demás; diré que el mundo se acabará muy pronto si no pensamos y actuamos de manera menos individualista, si no dejamos de creernos el ombligo del mundo y caminamos todos a la par; diré, que cada cual ha de asumir las consecuencias de sus actos, y que no solo tenemos derechos, sino también obligaciones, y diré por último, que ya está bien de negar las evidencias... No diré más. Simplemente porque me aburre escribir sobre lo mismo. Porque ya no soporto tanta desidia. Porque me supera tanta indiferencia. Porque ya no me sale nada literario cuando escribo sobre ciertas cosas o comportamientos irresponsables. Porque ya empiezo a estar cansada de tanta ola y de tanto virus. Los expertos lo llaman fatiga pandémica, aunque yo prefiero decir: ¡qué hartazón ya de pandemia!, como decimos en mi pueblo.
Pues lo dicho, que prefiero escribir sobre otras cosas, como por ejemplo.... El verano.
Me gusta el verano.
Me gustan los días claros y despejados, el sol vibrante en lo alto de un luminoso cielo azul.
Me gustan los vencejos inundando el firmamento, revoloteando sin descanso. Y escuchar el canto de los pájaros en mi patio.
Me gusta notar el sol acariciando mi cuerpo, la piel bronceada.
Me gusta tomar un helado a media tarde y paladearlo lentamente mientras se derrite en mi boca.
Me gusta ver los corrillos de mujeres al fresco por las noches, compartiendo chismes y compañía, dando vida a las calles. Y me gusta que los niños vuelvan a tomar las calles con sus juegos, sus gritos y sus risas.
Me gusta disfrutar de una cena relajada en una terraza. Olvidar los relojes y los problemas. Celebrar la amistad y disfrutar del momento, sin más.
Me gusta buscar conchas en la orilla del mar, como si aún fuera una niña pequeña. Meter los pies en el agua y contemplar la danza hipnótica de las olas.
Me gusta mirar cómo cabrillean el sol y el agua en la inmensidad del mar, o en la piscina. Ser consciente de ese fascinante instante de felicidad y de vida.
Me gusta disfrutar de tiempo libre con mi hijo, con los míos. Olvidar por un tiempo las obligaciones, las prisas, las tareas pendientes. Vivir el presente.
Sí. A pesar del calor, de las moscas y los mosquitos, del cansancio, de estas mascarillas que nos asfixian ... me sigue gustando el verano.
Y tampoco puedo evitar que esta estación me traiga a la memoria los veranos del pasado:
Aquellos inolvidables veranos dorados en un pueblecito de León.
Aquellos otros en la casa de mis abuelos. Cuando no faltaba nadie, cuando aún no conocía el significado de la expresión para siempre.
Aquellos veranos de interminables tardes de piscina, de hombros quemados por el sol y de escozor callado, para evitar reprimendas y repetir baño al día siguiente; a aquellos tiempos en que aprendí a nadar con mi prima, ayudada de un manguito, casi rozando la imprudencia.
Al verano en que empecé a salir de fiesta, o a aquellos duros y calurosos días de trabajo en el campo recogiendo ajos o cebollas de mi época de estudiante.
Regreso a la época de mi niñez, en que aprendí que el Verano es de color Azul. A aquellos veranos en los que conocí a Julia y a Chanquete, y a una pandilla de niños en bicicleta que pedaleaban, felices y despreocupados, mientras silbaban una melodía sin letra, que es ya casi un himno para los adultos de aquella generación. Repitieron la serie una y otra vez, y la debíamos ver, porque creo que acabamos sabiéndonos de memoria todos los capítulos. El día en que "murió" Chanquete lloré como una magdalena. De hecho, es posible que llorase varias veces su muerte "de mentiras", aunque quizás también lloré el día en que Antonio Ferrandis murió de verdad...
Este verano también he sentido mucho la muerte de Rafaela Carrá, artista indiscutible, única e irrepetible. Fue una gran persona, comprometida y solidaria. Desde pequeña me encantaba, y su música siempre me recordará a mi padre. Seguramente sea porque él nos ponía sus canciones en aquel magnetofón antiguo que todavía conservamos, como un vestigio del pasado. No sé si ya estará estropeado después de tantos años, pero no seríamos capaces de tirarlo aunque así fuera. Sigue en el mismo sitio, junto a la caja de cartón llena de cintas que mi padre atesoraba. Cintas cuidadosamente ordenadas, entre las que Rafaela ocupaba, sin duda, un lugar destacado.
Ahora que lo pienso, mi niñez quizá tenga la banda sonora de Rafaela, sí, esas letras repetitivas y pegadizas, esas canciones alegres que te invitan a bailar y a sonreír y que no puedo dejar de tararear si las escucho, porque, -ahora soy consciente de ello-, me las sé todas: Explota explota me explo, explota explota mi corazón; Pedro, Pedro ; una mujer en el armario.... 🎶 Escuchar a Rafaela es rememorar a mi padre, y eso es algo muy especial.
Tan especial, como coincidir con alguien que después de veinte años continúa recordándolo con cariño. Un hombre tan justo como su nombre, tan cordial y afable como lo es también su familia. Alguien a quien mi padre apreciaba y admiraba, y que no había vuelto a ver desde pequeña. Sí, hablar de un ser querido que ya no está, con otra persona que lo conoció y que compartió con él muchos momentos, es algo realmente especial. En verano pueden suceder estos pequeños milagros, encuentros fortuitos que te emocionan y te devuelven un montón de recuerdos olvidados.
Cómo me gusta el verano... Cómo me gusta vestirme con cualquier atuendo ligero y estar tan a gusto; andar descalza por casa; no tener que taparme hasta arriba por las noches, ni ponerme veinte capas para no tener frío; que mis manos recuperen la circulación, (y mis dedos su aspecto original); tender la ropa y tenerla seca en apenas una hora; que los días sean largos y tener todavía luz a las nueve de la noche; planear con ilusión las vacaciones, aunque sean breves. Disfrutar de las pequeñas cosas, de cada día, de cada instante...
Todo un verano por delante, y de que te das cuenta... se acabó. Llegan las tardes fresquitas, las tormentas y el viento de finales de agosto. La luz estival cambia de intensidad, y septiembre nos recuerda que ya va siendo hora de volver a la rutina, que ya está bien de tanta fiesta y tanto despendole, que hay que volver al cole y a retomar la actividad de nuestras vidas. El verano dará sus últimos coletazos dispersos, para anunciar seguidamente que en nada el otoño sepultará al calor, otro año más.
Llegará el final del verano y tocará recoger bañadores y toallas, tumbonas y piscinas desmontables, sombrillas, ventiladores, y todo tipo de aparejos que hemos usado durante apenas un par de meses, y que guardaremos, lamentándonos por lo poco que los hemos aprovechado, con un pellizco de tristeza, a sabiendas de que pasarán muchos meses antes de que esos objetos vuelvan de nuevo a nuestras vidas.
Llegará el final del verano, más pronto que tarde, llegarán inevitablemente el frío, el sosiego, el silencio... El verano tocará a su fin de nuevo, pero mientras eso ocurre, no dejemos de disfrutar, cuanto sea posible del presente, de este maravilloso e irrepetible verano azul.
***
Epílogo: "Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina"... Así comienza un escrito de Rosa Montero titulado Una vida. Un texto tan breve, como intenso, como el verano; unas líneas tan emocionantes como hermosas. Casi una metáfora de la vida, de cualquier vida. Un texto que me enamoró desde la primera vez que lo leí y que, con permiso de la maestra, adjunto a continuación.
Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina. El cuerpo caliente y esponjoso como pan recién hecho.
Sombras en la noche, una pesadilla. Las manos de tu madre encendiendo el mundo, disolviendo los monstruos. Ordenando las cosas.
Carreras jadeantes, frenéticas risas, juegos de niñez en patios retumbantes.
Melancolía aguda de lo aún no vivido. Intuición adolescente del resto de tu vida. Deliciosa tristeza.
La carne, un tesoro. El vertiginoso misterio de los cuerpos. El amor estallando como una supernova y dejándote ciego.
Y también el desamor: un agujero.
Una noche de agosto en pleno campo, un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla.
Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado común. Contemplarte en los otros como en un espejo.
La serenidad que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas.
Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo chocolate frente a la chimenea.
La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza.
Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio.
Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve.
Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un universo ínfimo.
Un cabrilleo de agua. El último chispazo.
Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida.
Rosa Montero