La
primera vez que me atrevía a compartir una entrada de mi blog, mi hijo acababa
de perder a su mascota. Manchas, así se llamaba aquel gato blanco, de manchas
negras y de suave y espeso pelaje. Su joven dueño le repetía constantemente: «eres
un ser adorable» y mientras, el animal ronroneaba recostado sobre su pecho.
Eran la viva estampa de la felicidad, una felicidad que solo entenderán
aquellos que hayan tenido una mascota, al igual que el vínculo tan especial que
puede llegar a crearse entre los animales y las personas.
Recuerdo
como si fuera hoy, los gritos de mi hijo después de encontrarlo muerto junto a
su comedero. Lo habían envenenado. No sabría decir cuándo cesó el llanto
desconsolado de nuestro pequeño y tampoco las palabras con las que conseguí que
se calmara. Solo recuerdo el desconcierto, el silencio, y cómo la tristeza se
apoderó de todos nosotros aquel fatídico día. A las pocas horas me puse a
escribir. Como siempre que lo hago, se trataba de una necesidad, de una forma
de «fogar», como decimos en mi pueblo, o de «desfogar» como contempla el
diccionario de la RAE. Necesitaba gritar al mundo mi indignación, pero también
necesitaba contarle a mi hijo que en el mundo existen personas malvadas,
capaces de envenenar a un animal inocente, pero que también está lleno de
buenas personas, como todas las que después de aquella pequeña-gran tragedia
nos transmitieron su cariño y solidaridad. De alguna manera, aquel texto ayudó
a mi hijo a superarlo.
Siempre
he creído que los niños necesitan crecer rodeados de animales a los que cuidar
y amar, así que poco después, ya teníamos en casa un gato blanco con manchas
grises que decidimos llamar Manchas II en recuerdo del primero. Nunca supimos
lo que le ocurrió a este segundo Manchas, que bien podríamos haberle apodado «El
Breve», pero lo cierto es que un buen día se marchó por el tejado, para no
volver jamás. Lo que sí que volvió a casa fueron las lágrimas, las llamadas al
aire sin respuesta, y la pena.
Maldecíamos
nuestra mala suerte con los gatos, pero lo intentamos de nuevo adoptando una
preciosa gata gris que apodamos Niebla. Pensábamos que la mala suerte había
terminado, pero nos equivocamos. A pesar de estar esterilizada, y de vivir como
una auténtica reina, Niebla tampoco regresó. La buscamos durante semanas,
siguiendo las pistas de gente que la había visto por distintos lugares,
llamándola por las calles, preguntando a los vecinos… Llevaba puesto un collar
con su nombre y mi teléfono, pero nadie llamó nunca para decirnos que estaba viva,
ni tampoco muerta.
Poco
tiempo después, acostumbrados ya a las pérdidas ─o pecando quizás de masoquistas─,
adoptamos a dos gatitas de la misma camada, por aquello de que se hiciesen
compañía y no saliesen a buscarla fuera. Se llamaban Ying y Yang, nombres bastante
apropiados, puesto que una era blanca como la nieve y la otra negra azabache. Resultaba
curioso verlas durmiendo juntas, entremezcladas, lamiéndose mutuamente, o
abrazándose entre sí, como si fueran el mismo símbolo chino del que tomaron el
nombre. A pesar de ello, no nos veíamos llamándolas a gritos por el patio: «¡Yiiiiiiiiiing!,
¡Yaaaaaaaaang! ¿dónde os habéis metido?», así que, en un alarde de originalidad
propio de nuestra familia, las rebautizamos como Blanca y Sombra.
Tan
opuesto como su aspecto era su carácter, y mientras Sombra era tranquila y
dormilona, su hermana Blanca era traviesa e intrépida, tanto que bromeábamos
diciendo que ya habría perdido unas cuantas vidas en sus múltiples caídas y accidentes.
Así que, cuando no regresó una noche a dormir, apenas nos sorprendió. Blanca
era demasiado bonita, (alguien podía haber decidido quedársela), demasiado
traviesa (podía haberse metido en un lugar peligroso del que no consiguiera escapar).
Era, en definitiva, demasiado temeraria, así que, pasada una semana de su
desaparición, apenas guardábamos esperanzas de encontrarla con vida.
Asumimos
esta nueva pérdida, resignados, y perplejos por nuestra mala suerte con los
gatos.
Hace
dos semanas, mientras cenábamos fuera, sonó el teléfono. Lo descolgué, aunque
se trataba de un número desconocido. Una voz de chica me preguntó al otro lado
de la línea:
─
¿Es tuya una gata blanca? Lleva un collar con este teléfono.
Mi
cara tuvo que ser todo un poema, reflejo de la incredulidad y la alegría que
sentía. El torrente de emociones que me
embargaron en ese instante, apenas me permitió titubear unas cuantas palabras
inconexas:
─
Sí, mi gata Blanca… Estaba perdida… Casi dos semanas sin verla… ¡Ahora mismo voy!
Me
levanté como movida por un resorte y grité: «¡Ha aparecido la gata!» A partir
de ahí, todo son recuerdos confusos. Casi
a la carrera, nos dirigimos al lugar indicado por la chica. Mi hijo lloraba de
forma descontrolada mientras repetía «Blanquita, mi Blanquita…».
Apenas tardamos unos minutos en llegar, pero se me hicieron eternos. Una vez
allí, una pandilla de jóvenes salió a nuestro encuentro. Uno de ellos tenía a
nuestra gatita y me la entregó con cuidado, como el que entrega un preciado
tesoro. Al mismo cogerla, noté lo asustada que estaba, pero también lo mucho
que había mermado su lomo en apenas unos días.
«Estaba
subida al árbol sin parar de maullar» nos dijeron. Quién sabe cuántos días
llevaría allí, en un parquecillo a tan solo dos calles de nuestra casa. No
podíamos creer la suerte que habíamos tenido, esta vez sí. En esta ocasión,
nuestra gata tuvo la fortuna de coincidir con gente buena, unos jóvenes que
pasaban el rato una noche de sábado, y que, al ver a un animal en apuros
decidieron ayudarlo. No tenían por qué llamar, pero lo hicieron. Me llamaron, y
no sé si serán conscientes del milagro que realizaron con ese pequeño acto,
pero con él, mi hijo recobró la felicidad, y yo, la fe en la humanidad. Les
estaré eternamente agradecida por ello.
He
aquí el otro lado del mundo, la otra cara que hasta ahora desconocíamos: El
Ying y el Yang en estado puro.