domingo, 19 de julio de 2020

Aquellos veranos dorados



Han pasado más de cuarenta años desde la primera vez que fui, con apenas dos añitos, y más de treinta ya, desde que pisé por última vez aquella tierra. Varias décadas, toda una vida sin regresar, y parece mentira que en mi cabeza permanezcan aún intactos tantos recuerdos de aquellos calurosos veranos  de la infancia.

Un pueblecito leonés con apenas unas calles sin asfaltar que desembocaban en la iglesia. Un municipio dedicado a la agricultura y a la ganadería  donde casi todos eran familia entre sí, y donde nos acogieron también a nosotros como si formásemos parte de esa familia. 

Viajábamos hasta allí en el Renault 4 de mi padre, cargado halosta arriba de todos los enseres necesarios para pasar el verano. Mis hermanos y yo, (no todos, menos mal) juntos en el asiento de atrás, durmiendo en un colchón que mi madre extendía a modo de catre. Viajábamos de noche. Nos despertaban poco después de la media noche y dormíamos durante el viaje. Mi padre lo prefería porque a esas horas había menos tráfico, y así, con su prudencia a la hora de respetar los límites de velocidad, y aquella furgoneta abarrotada que ya no podía correr mucho más, llegábamos a nuestro destino después de quién sabe si siete, ocho o quizás más, horas de viaje (nadie ha sabido discernir cuántas horas tardábamos en realidad, aunque lo cierto es que la travesía se nos antojaba larguísima). 

Valdemorilla, ese era nuestro destino. Un recóndito lugar situado a más de 500 kilómetros de nuestro pueblo donde mi padre nos arrastraba cada verano mientras duraba la temporada de cosecha.  A él le esperaban jornadas interminables de trabajo cosechando aquellas inmensas siembras amarillas, y a nosotros, todo un verano de inagotables juegos y de multitud de vivencias para recordar. 

Se borraron muchos recuerdos de los primeros años, claro está, pero en mi memoria todavía anidan nítidas imágenes de todo lo vivido entonces, de la casa que habitamos los últimos veranos, de mucha gente que conocimos, de todos los lugares que recorrimos. Cierro los ojos y pasa ante mí, como una película en blanco y negro, aquel tiempo tan lejano que, aunque semienterrado por el tiempo y el olvido, también formó y forma parte de mi vida.

Imborrable es el recuerdo de aquella casa donde vivíamos, que como muchas de las casas de aquel pueblo, tenía las paredes de una especie de adobe marrón. Aquel enorme corral por el que sobrevolaban miles de abejas, en su continuo ir y venir a las colmenas que estaban apostadas a lo largo de una de las paredes. No puedo creer ahora cómo convivíamos entonces con pasmosa naturalidad al lado de semejante ejército de abejas, aunque supongo que  nos acostumbramos a él, y aquel inquietante zumbido, se convirtió con el tiempo en un murmullo. "Si no les hacéis nada, no os picarán" nos decía siempre la dueña de la casa, pero vaya si nos picaban... y hacíamos entonces una pasta con barro y agua y nos la aplicábamos en la picadura. No sé muy bien si aquello funcionaría, pero era, sin duda, el remedio más extendido entonces.

La dueña se llamaba Paz, y nosotros la llamábamos abuela Paz. Vestía siempre de negro riguroso, y tenía el pelo completamente blanco que se recogía siempre en un moño cuidadosamente peinado. Recuerdo perfectamente su cara, y también su voz. Aquella mujer viuda tenía varios hijos, creo que también había perdido a uno de ellos en un accidente, aunque vivía sola en aquella casa inmensa. Recuerdo que entrábamos en su casa temerosos, casi a hurtadillas, por el miedo que nos imponía aquella anciana. Y la recuerdo también lavando sus largos cabellos plateados vestida con un camisón blanco que le llegaba a los pies, y observarla fascinada por aquella imagen, que más que real se asemejaba a una aparición, acostumbrada como estaba a su vestimenta negra y a su pelo recogido en un rodete. A veces se ponía sus zuecos de madera para andar por el corral, que eran típicos allí, y a mí me parecía lo más verla caminar subida en aquellos zapatos de madera.

Aquella mujer menuda y de gesto severo nos acogió en su casa durante años, y aunque a veces nos renegaba, o nos mandaba callar para que no hiciéramos tanto alboroto, se portó bien con nosotros, por algo la llamábamos abuela Paz.

No disfrutábamos en aquella casa de muchas comodidades, aunque creo que lo soportábamos con resignación. No teníamos baño, ni tampoco agua corriente; nos bañábamos en un barreño al sol. Teníamos que ir a por agua a Roblica, una fuente por la que salía un incesante chorro de agua limpia y clara. Se hallaba a varios kilómetros del pueblo, siguiendo un camino que recuerdo largo y recto, rodeado de hermosas cosechas doradas, tumbadas por el peso de las espigas maduras.

La televisión brillaba también por su ausencia en aquella casa, y muchas veces nos íbamos a verla a las de los vecinos. Y lavadora... ni pensarlo. Iban las mujeres al lavadero cargadas de barreños a hacer la colada. A frotar y frotar en  tablas de madera de todos los tamaños en las que restregaban la ropa una y otra vez hasta dejarse los nudillos.

También recuerdo el calor sofocante de aquellos veranos. Entonces no había ventiladores, ni aire acondicionado... Evoco ahora la imagen de mi madre regando el porche donde pasábamos gran parte del día, sosteniendo el cubo lleno de agua con una mano mientras que con la otra salpicaba la tierra,  en una especie de manguera ecológica con la que conseguía refrescar aquella estancia. Como único mobiliario, una vieja y desvencijada tarima, unos cuantos juguetes que nos habíamos llevado con nosotros, y nuestra imaginación para inventar uno y mil juegos. 

Recuerdo la ausencia constante de mi padre, trabajador infatigable en aquellas dilatadas jornadas de siega, y cómo salíamos corriendo a asomarnos a la puerta en cuanto escuchábamos el sonido de las cosechadoras. Desde el quicio contemplábamos embelesados el desfile de máquinas que pasaban por la calle mientras se dirigían a otro campo, y a mi padre, con su porte elegante y sus gafas de sol, pilotando aquel mastodonte de hierro con milimétrica precisión, saludándonos con el brazo en alto cuando llegaba a nuestra altura, y nosotros, devolviéndole el saludo, admirados, orgullosos de que fuera él y no otro, el conductor.

Recuerdo...
Vacas, montones de vacas negras y blancas en muchas de las casas del pueblo. Hermosas y grandes vacas moteadas que me encantaba mirar (a pesar del pestilente olor) cuando íbamos a por leche. 
Los enormes juncos que crecían junto al río.
Las cigüeñas en lo alto del campanario de la iglesia.
Las casas de adobe, con pozos rectangulares en las aceras y que servían de bancos.
El único bar del pueblo, en el que estaba también el único teléfono.
El cementerio y la reja que lo flanqueaba.
El frontón de piedra junto a la carretera.
Una era inmensa, y una casa de ladrillos aislada alrededor de la cual nos perseguíamos dando vueltas y más vueltas.
Un corral junto a la carretera con cientos de gallinas y conejos a los que nos encantaba dar de comer.
Los reclinatorios de la iglesia (si no tenías el tuyo, te tocaba estar de pie toda la misa).
Una tienda de chucherías en la casa de al lado. Un pasillo estrecho y una ventanita en la pared por la que despachaban los dueños. Jugar con su hija Candy y ver la tele en su casa.
Comprar cebolletas o pepinillos en vinagre los domingos después de misa (por alguna extraña razón aquello era lo tradicional).
Un chico subido en un árbol que me da recuerdos para mi primo Rafa.
Un hula hoop enorme y azul, regalo de mi amiga llamada Mari Mar, cuyo rostro, por desgracia, he olvidado por completo.
Unos vecinos muy amables que venían de vacaciones y que vivían en frente de nuestra humilde morada. Y su piscina, a la que agradecíamos que nos invitaran. También olvidé sus caras, aunque no sus nombres, Rubén y David.
La sonrisa de la que hoy es una enfermera, y en cuyos rasgos reconozco perfectamente a Rocío, una niña de pelo corto y rubio con la que jugué hace más de treinta años. Maravillas de las redes sociales que hacen posibles estos pequeños milagros. 
Tardes de juegos interminables, en las que nos reuníamos todos los niños y niñas, sin excepción, y en las que correteábamos sin descanso por todas las calles del pueblo, haciendo miles de travesuras. 

Tantos recuerdos, que solo hace falta tirar del hilo para traer a la memoria los días memorables que pasamos en aquel pueblecito leonés enclavado en una planicie infinita y dorada.

Hoy intento regresar de nuevo, buceando en internet en busca de la casa, las calles, la iglesia, el frontón... de todo aquello que conocí. Ya nada es igual, aquellos recuerdos solo viven en mi cabeza. Intuyo un cierto parecido en una calle, en una casa, sí aquella puede ser... sin embargo, todo está patas arriba en mi mente. Hace tiempo que me desorienté entre aquellas casas de barro que ahora son de cemento, o que simplemente han desaparecido. Busco el frontón en google maps y ya no está, juro que estaba ahí, en mis recuerdos está, enorme, piedra sobre piedra. Veo a los chicos jóvenes disparar contra él la pelota, mientras los mayores les observaban a la sombra.  Candy me confirma que estuvo ahí, pero lo derribaron hace años, una lástima. Menos mal, mi memoria todavía funciona, pensé incluso que lo había soñado...

El tiempo ha cambiado todos los lugares que recorrí entonces... Ya no son sino la sombra de lo que fueron. Aunque quizá todo fuera así en realidad, como lo veo ahora en la pantalla del ordenador y sea mi memoria la que me traiciona. Quién sabe... Y la gente que los habitó, esos rostros que aparecen borrosos en mi memoria,  muchos de ellos tampoco existen ya.

Ha pasado casi media vida, y ya nada es igual, pero como decía Machado en su poema:

Todo pasa, y todo queda
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.

Nosotros hicimos aquel camino durante años y pasamos en Valdemorilla veranos inolvidables. Y allí quedan todavía una fuente llamada Roblica, una iglesia en cuya torre todavía habitan dos preciosas cigüeñas, extensos campos de siembras amarillas... y quedan también personas con las que convivimos, y que todavía nos recuerdan. 

Siempre he querido volver a aquel lugar, no sé si más por nostalgia o por revivir mi infancia, ya tan lejana, y volver a sentirme niña otra vez. Aunque, ahora que lo pienso... quisiera regresar allí, a aquel tiempo y lugar, para poder asomarme a la puerta de nuevo, y contemplar orgullosa a mi padre, mientras él nos saluda desde su cosechadora...







** Gracias a Rocío Paniagua y a Candy Fernández, nacidas de Valdemorilla, y con las que compartí juegos y aventuras durante aquellos veranos, por hablarme sobre el pueblo y las personas que conocí y poner un poco de orden en este cajón desastre que son mis recuerdos.

jueves, 2 de julio de 2020

Cuéntame

                        
Hay almas que tienen
azules luceros, 
mañanas marchitas
entre hojas del tiempo,
y castos rincones
que guardan un viejo
rumor de nostalgias
y sueños. 

Federico García Lorca


            

- Cuéntamela otra vez, abuela. La historia de cuando tú eras como yo, y mientras, echamos una brisca...

La luz penetra a través de los visillos de la ventana imprimiendo en la estancia una halo mágico y cautivador. Observo la escena con embeleso, intentando retener en mi retina la imagen de esta estampa enternecedora: abuela y nieto acomodados en el sofá, arrebujados bajo una manta jugando a las cartas mientras viajan al pasado, más de sesenta años atrás. Dos generaciones tan distantes y diferentes confluyendo en tiempo y en lugar, en un momento tan sumamente mágico como irrepetible.

- Ay hijo mío, si ya te la he contado mil veces. -Le contesta su abuela-, haciéndose de rogar, aunque en el fondo, está deseando volver a contarle a su nieto su historia. Esa historia que le pertenece por derecho propio, que guarda para sí en lo más profundo de su ser. Esa historia que no es una sola, sino que está hecha de infinidad de retazos, de los cientos de historias que rondan su cabeza a diario, de los miles de recuerdos que anidan en su memoria voluble y caprichosa, de los muchos pensamientos que regresan a su antojo y que la abordan una y otra vez, tan vívidos como si hubieran acontecido ayer mismo, y que se empeñan en devolverla a su niñez a cada palabra.

- Cuando yo era pequeña... - comienza la abuela con voz melodiosa- no teníamos tantas cosas como ahora. Ni tantas comodidades, ni todo de lo que disfrutáis hoy los niños. Para empezar, no teníamos apenas ropa, ¡qué frío pasábamos en invierno!, y por aquellos tiempos sí que hacía frío, sí... Ay, si hubiéramos pillado entonces los armarios llenos de ropa que hay ahora en todas las casas...

- ¿No teníais ropa, abuela? ¿Ibais desnudos como en África?

- Pero qué cosas tienes hijo... No, en cueros no. Pero nos vestíamos con mengajos que apenas abrigaban y que íbamos pasando de uno a otro conforme se nos iban quedando pequeños (éramos nueve hermanos, no como ahora, que se tiene un hijo o dos como mucho...) Y si nos quedaban grandes los pantalones, nos atábamos un vencejo a la cintura y arreando. Casi toda la ropa estaba remendada por varios sitios, y en los pies, nos asomaban casi siempre los dedos por los bujeros. Por la noche nos apretábamos alrededor del sogato, y tanto nos pegábamos al fuego, que estábamos a pique de quemarnos muchas veces, y nos salían cabrillas en las piernas... pero no nos apartábamos... Una vez al año, para la feria, nos hacía la abuela un hato, y ese era el que nos poníamos para bajar al pueblo, a misa, o si nos poníamos malos...

- Creo abuela que estás exagerando un poquito...

- Ojalá hijo, ojalá. Recuerdo que del frío me salían unos sabañones en las manos y en los pies que daban miedo, y cómo me picaban y escocían... Los metía en agua caliente, me los frotaba con ajo, pero no había manera de calmar el dolor. Dormíamos tres o cuatro en cada cama, sobre colchones de lana de borra, en los que te ibas hundiendo, como si te engulleran hacía dentro. Nos echábamos un montón de mantas encima que nos sepultaban bajo su peso, y que apenas abrigaban. Y por la mañana costaba un montón de trabajo hacer las camas, y volver a darle forma a aquel colchón, que no se parecía en nada a los de ahora. Frío. Si tuviera que resumir con una palabra mi infancia, la primera sería esa. Ese frío que cortaba y que se te metía en los huesos. Me acuerdo que cuando salíamos con las cabras, la tía y yo corríamos todo lo que podíamos un buen rato para entrar en calor.

- ¿Con las cabras, abuela? ¿Igual que Heidi y Pedro?

- Pues más o menos... éramos muy pequeñas, desde luego, aunque aquí no había que subir montañas como en los Alpes para que pastasen. Las dejábamos en los piazos que habían alrededor de la "Casilla", que así se llamaba la casa donde vivíamos. Algunas veces, hacíamos malos aliños, como cuando veíamos un verdín hermoso y las soltábamos allí cuando nadie nos veía. La tía les decía, "hala, daros un festín", y allí las dejábamos un rato comiendo y nosotras mientras jugábamos, o a buscábamos setas, o collejas...

-Pero qué suerte, abuela. No tenías que ir a la escuela, podías estar todo el día jugando... -Le responde el pequeño muy serio.

- Ay hijo, ¿de verdad crees que aquello era una suerte? Si yo hubiese podido ir a la escuela... Sólo pude ir unos cuantos días; Aprendí a leer y a escribir ya de mayor. Haz caso a esta pobre vieja, y recuérdalo siempre: la suerte la tienes tú que puedes estudiar y aprender un montón de cosas. Eso es lo más hermoso, hijo mío, el saber. A mí, es lo que más envidia me da, una persona que sabe. Además, en cuanto crecimos un poco, el abuelo nos mandaba a trabajar ajeno, y no te creas que podíamos todavía, pero no había discusión: a quitar piedras, a labrar con con la mula, a segar ya un poco más mayorcetas... Aquello sí que era duro...

-¿Abuela, llevas muestra? Le dice el pequeño con ojos interrogantes, y quizás también para cambiar de tercio la conversación, que le ha dejado un tanto callado y pensativo...

- Eso no se dice, que entonces llevas ventaja. -Le contesta la abuela con una sonrisa en la boca, aunque, dejando disimuladamente las cartas a la vista de su nieto, por un segundo.

- Pero bueno, ¿también jugaríais algún rato? Porque los niños tienen que jugar sí o sí...- vuelve a arremeter el pequeño...

- Pues sí, nosotras jugábamos cuando podíamos, o cuando no nos veía mi padre. Pero eran bien distintos a los juegos de ahora. Nos divertíamos con bien poco, jugando al pillar, al escondite, a la piola, al apargatico viejo... Y también nos pasábamos las horas recitando romances y canciones, oraciones... Fíjate que no me acuerdo de lo que comí ayer, y me sé de memoria un montón. "Al pie del duro peñasco...

-Ay abuela, déjalo ya, que eso que estás recitando no tiene mucho sentido... Vamos roba, que me toca a mí tirar.

-Venga, ya puedes echar. Estoy viendo que esta partida me la ganas. Me parece a mí que lo que intentas es despistarme con todas esas preguntas- le responde y continúa con su perorata, a pesar de las quejas, porque eso sí, una vez que se ha abierto la caja de Pandora, es casi imposible hacer parar los recuerdos que brotan incontrolados de sus labios...

-Cuánta hambre pasaríamos también... Me acuerdo una vez que nos comíamos la hierba, cuánta gana no tendríamos. Las locuras que hacíamos entonces...

-Anda abuela, no me hagas reír, ¿cómo ibas a comerte la hierba? Ni que fueras una cabra... se sonríe socarrón el nieto. Algo comerías, porque si no, no estarías aquí…

-Pues aquella vez sí nos comimos la hierba, parece que lo estoy viendo ahora mismo, no te miento. Y teníamos para comer, sí, pero comíamos poco y mal. Casi todos los días gachas, o caldo de patatas, o patatas fritas con sebo, (porque entonces no teníamos aceite), o gachas migas… La fruta no la probábamos apenas, ni la leche, la poca que daban las cabrar era para mis abuelos. Y el pan, duro como un risco, porque mi madre bajaba al pueblo a cocer cada ocho días, y lo metía en la alacena de donde íbamos sacando y comiendo hasta que se acababa. Aquello sí era pan sentao... Acuérdate de esto que te cuento cuando hago una comida que no te gusta, antes no podíamos elegir menú…

…-Y tampoco teníamos agua corriente para lavarnos ni para lavar ni beber agua. Teníamos que sacar el agua del pozo, y bajábamos al río cargadas para lavar la ropa en las losas en las que restregábamos la ropa una y otra vez hasta deshacernos los nudillos. ¡Qué invento la lavadora!
-Que sí abuela, que sí, que llevas mucha razón. Sigamos -le contesta el nieto molesto con los derroteros que va tomando la conversación, aunque en el fondo es consciente de lo afortunado que es de haber nacido en esta época.

-Anda bonico, vamos a descansar un rato, y otro día te sigo contando más cosas. Voy a echar un pegaojos, que esta noche tampoco he dormío mucho.

-Vale abuela, yo voy a ponerme con los deberes y luego si quieres te ayudo con los tuyos...

Cuando parece que el silencio se ha hecho dueño de la estancia, el pequeño levanta la mirada de la tarea y afirma con tal convencimiento que pareciera que esté realizando una sentencia:

-Oye abuela, estoy pensando que te acuerdas perfectamente de muchas cosas de entonces, y eso significa que en realidad no era tan malo como lo cuentas. Creo que entonces eras feliz abuela.

En ese preciso instante, en el rostro de la abuela se vislumbra el cansancio, y quizás también la tristeza, un pellizco de tristeza procedente de la añoranza de aquellos tiempos que ya solo existen en su cabeza. Con la mirada perdida en los recuerdos, permanece ausente durante unos segundos hasta que, al fin, sale de su ensimismamiento para contestar a su nieto con un hilo de voz:

-Puede que tengas razón... Con todas las faltas que pasamos, todas las carencias que teníamos, todas las penurias que vivimos, entonces éramos felices, porque teníamos a toda la familia completa. No lo olvides nunca corazón mío, por muchas cosas que tengas, lo más importante, lo que te hará más feliz en la vida es tu familia, tus amigos, las personas que te quieren y a las que quieres, es eso todo lo que más vas a añorar cuando llegues a viejo.

Hazme caso y disfruta lo que puedas de estos años, de tu niñez, de tu juventud, de tu vida. Grábalo todo en tu memoria, para que, igual que estoy haciendo yo ahora contigo, dentro de muchos años puedas compartir tu historia con los tuyos; Para que puedas contarla, el día en que uno de tus nietos te diga: Abuelo, cuéntame cosas de cuando eras pequeño…

  



Quercus. En la raya del infinito

  "El hombre que olvida sus raíces  no tiene futuro" Rafael Cabanillas Cuando la lectura forma parte de tu propia esencia desde pe...