Han pasado más de cuarenta años desde la primera vez que fui, con apenas dos añitos, y más de treinta ya, desde que pisé por última vez aquella tierra. Varias décadas, toda una vida sin regresar, y parece mentira que en mi cabeza permanezcan aún intactos tantos recuerdos de aquellos calurosos veranos de la infancia.
Un pueblecito leonés con apenas unas calles sin asfaltar que desembocaban en la iglesia. Un municipio dedicado a la agricultura y a la ganadería donde casi todos eran familia entre sí, y donde nos acogieron también a nosotros como si formásemos parte de esa familia.
Viajábamos hasta allí en el Renault 4 de mi padre, cargado halosta arriba de todos los enseres necesarios para pasar el verano. Mis hermanos y yo, (no todos, menos mal) juntos en el asiento de atrás, durmiendo en un colchón que mi madre extendía a modo de catre. Viajábamos de noche. Nos despertaban poco después de la media noche y dormíamos durante el viaje. Mi padre lo prefería porque a esas horas había menos tráfico, y así, con su prudencia a la hora de respetar los límites de velocidad, y aquella furgoneta abarrotada que ya no podía correr mucho más, llegábamos a nuestro destino después de quién sabe si siete, ocho o quizás más, horas de viaje (nadie ha sabido discernir cuántas horas tardábamos en realidad, aunque lo cierto es que la travesía se nos antojaba larguísima).
Valdemorilla, ese era nuestro destino. Un recóndito lugar situado a más de 500 kilómetros de nuestro pueblo donde mi padre nos arrastraba cada verano mientras duraba la temporada de cosecha. A él le esperaban jornadas interminables de trabajo cosechando aquellas inmensas siembras amarillas, y a nosotros, todo un verano de inagotables juegos y de multitud de vivencias para recordar.
Se borraron muchos recuerdos de los primeros años, claro está, pero en mi memoria todavía anidan nítidas imágenes de todo lo vivido entonces, de la casa que habitamos los últimos veranos, de mucha gente que conocimos, de todos los lugares que recorrimos. Cierro los ojos y pasa ante mí, como una película en blanco y negro, aquel tiempo tan lejano que, aunque semienterrado por el tiempo y el olvido, también formó y forma parte de mi vida.
Imborrable es el recuerdo de aquella casa donde vivíamos, que como muchas de las casas de aquel pueblo, tenía las paredes de una especie de adobe marrón. Aquel enorme corral por el que sobrevolaban miles de abejas, en su continuo ir y venir a las colmenas que estaban apostadas a lo largo de una de las paredes. No puedo creer ahora cómo convivíamos entonces con pasmosa naturalidad al lado de semejante ejército de abejas, aunque supongo que nos acostumbramos a él, y aquel inquietante zumbido, se convirtió con el tiempo en un murmullo. "Si no les hacéis nada, no os picarán" nos decía siempre la dueña de la casa, pero vaya si nos picaban... y hacíamos entonces una pasta con barro y agua y nos la aplicábamos en la picadura. No sé muy bien si aquello funcionaría, pero era, sin duda, el remedio más extendido entonces.
La dueña se llamaba Paz, y nosotros la llamábamos abuela Paz. Vestía siempre de negro riguroso, y tenía el pelo completamente blanco que se recogía siempre en un moño cuidadosamente peinado. Recuerdo perfectamente su cara, y también su voz. Aquella mujer viuda tenía varios hijos, creo que también había perdido a uno de ellos en un accidente, aunque vivía sola en aquella casa inmensa. Recuerdo que entrábamos en su casa temerosos, casi a hurtadillas, por el miedo que nos imponía aquella anciana. Y la recuerdo también lavando sus largos cabellos plateados vestida con un camisón blanco que le llegaba a los pies, y observarla fascinada por aquella imagen, que más que real se asemejaba a una aparición, acostumbrada como estaba a su vestimenta negra y a su pelo recogido en un rodete. A veces se ponía sus zuecos de madera para andar por el corral, que eran típicos allí, y a mí me parecía lo más verla caminar subida en aquellos zapatos de madera.
Aquella mujer menuda y de gesto severo nos acogió en su casa durante años, y aunque a veces nos renegaba, o nos mandaba callar para que no hiciéramos tanto alboroto, se portó bien con nosotros, por algo la llamábamos abuela Paz.
No disfrutábamos en aquella casa de muchas comodidades, aunque creo que lo soportábamos con resignación. No teníamos baño, ni tampoco agua corriente; nos bañábamos en un barreño al sol. Teníamos que ir a por agua a Roblica, una fuente por la que salía un incesante chorro de agua limpia y clara. Se hallaba a varios kilómetros del pueblo, siguiendo un camino que recuerdo largo y recto, rodeado de hermosas cosechas doradas, tumbadas por el peso de las espigas maduras.
La televisión brillaba también por su ausencia en aquella casa, y muchas veces nos íbamos a verla a las de los vecinos. Y lavadora... ni pensarlo. Iban las mujeres al lavadero cargadas de barreños a hacer la colada. A frotar y frotar en tablas de madera de todos los tamaños en las que restregaban la ropa una y otra vez hasta dejarse los nudillos.
También recuerdo el calor sofocante de aquellos veranos. Entonces no había ventiladores, ni aire acondicionado... Evoco ahora la imagen de mi madre regando el porche donde pasábamos gran parte del día, sosteniendo el cubo lleno de agua con una mano mientras que con la otra salpicaba la tierra, en una especie de manguera ecológica con la que conseguía refrescar aquella estancia. Como único mobiliario, una vieja y desvencijada tarima, unos cuantos juguetes que nos habíamos llevado con nosotros, y nuestra imaginación para inventar uno y mil juegos.
Recuerdo la ausencia constante de mi padre, trabajador infatigable en aquellas dilatadas jornadas de siega, y cómo salíamos corriendo a asomarnos a la puerta en cuanto escuchábamos el sonido de las cosechadoras. Desde el quicio contemplábamos embelesados el desfile de máquinas que pasaban por la calle mientras se dirigían a otro campo, y a mi padre, con su porte elegante y sus gafas de sol, pilotando aquel mastodonte de hierro con milimétrica precisión, saludándonos con el brazo en alto cuando llegaba a nuestra altura, y nosotros, devolviéndole el saludo, admirados, orgullosos de que fuera él y no otro, el conductor.
Recuerdo...
Vacas, montones de vacas negras y blancas en muchas de las casas del pueblo. Hermosas y grandes vacas moteadas que me encantaba mirar (a pesar del pestilente olor) cuando íbamos a por leche.
Los enormes juncos que crecían junto al río.
Las cigüeñas en lo alto del campanario de la iglesia.
Las casas de adobe, con pozos rectangulares en las aceras y que servían de bancos.
El único bar del pueblo, en el que estaba también el único teléfono.
El cementerio y la reja que lo flanqueaba.
El frontón de piedra junto a la carretera.
Una era inmensa, y una casa de ladrillos aislada alrededor de la cual nos perseguíamos dando vueltas y más vueltas.
Un corral junto a la carretera con cientos de gallinas y conejos a los que nos encantaba dar de comer.
Los reclinatorios de la iglesia (si no tenías el tuyo, te tocaba estar de pie toda la misa).
Una tienda de chucherías en la casa de al lado. Un pasillo estrecho y una ventanita en la pared por la que despachaban los dueños. Jugar con su hija Candy y ver la tele en su casa.
Comprar cebolletas o pepinillos en vinagre los domingos después de misa (por alguna extraña razón aquello era lo tradicional).
Un chico subido en un árbol que me da recuerdos para mi primo Rafa.
Un hula hoop enorme y azul, regalo de mi amiga llamada Mari Mar, cuyo rostro, por desgracia, he olvidado por completo.
Unos vecinos muy amables que venían de vacaciones y que vivían en frente de nuestra humilde morada. Y su piscina, a la que agradecíamos que nos invitaran. También olvidé sus caras, aunque no sus nombres, Rubén y David.
La sonrisa de la que hoy es una enfermera, y en cuyos rasgos reconozco perfectamente a Rocío, una niña de pelo corto y rubio con la que jugué hace más de treinta años. Maravillas de las redes sociales que hacen posibles estos pequeños milagros.
Tardes de juegos interminables, en las que nos reuníamos todos los niños y niñas, sin excepción, y en las que correteábamos sin descanso por todas las calles del pueblo, haciendo miles de travesuras.
Tantos recuerdos, que solo hace falta tirar del hilo para traer a la memoria los días memorables que pasamos en aquel pueblecito leonés enclavado en una planicie infinita y dorada.
Hoy intento regresar de nuevo, buceando en internet en busca de la casa, las calles, la iglesia, el frontón... de todo aquello que conocí. Ya nada es igual, aquellos recuerdos solo viven en mi cabeza. Intuyo un cierto parecido en una calle, en una casa, sí aquella puede ser... sin embargo, todo está patas arriba en mi mente. Hace tiempo que me desorienté entre aquellas casas de barro que ahora son de cemento, o que simplemente han desaparecido. Busco el frontón en google maps y ya no está, juro que estaba ahí, en mis recuerdos está, enorme, piedra sobre piedra. Veo a los chicos jóvenes disparar contra él la pelota, mientras los mayores les observaban a la sombra. Candy me confirma que estuvo ahí, pero lo derribaron hace años, una lástima. Menos mal, mi memoria todavía funciona, pensé incluso que lo había soñado...
El tiempo ha cambiado todos los lugares que recorrí entonces... Ya no son sino la sombra de lo que fueron. Aunque quizá todo fuera así en realidad, como lo veo ahora en la pantalla del ordenador y sea mi memoria la que me traiciona. Quién sabe... Y la gente que los habitó, esos rostros que aparecen borrosos en mi memoria, muchos de ellos tampoco existen ya.
Ha pasado casi media vida, y ya nada es igual, pero como decía Machado en su poema:
Todo pasa, y todo queda
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.
Nosotros hicimos aquel camino durante años y pasamos en Valdemorilla veranos inolvidables. Y allí quedan todavía una fuente llamada Roblica, una iglesia en cuya torre todavía habitan dos preciosas cigüeñas, extensos campos de siembras amarillas... y quedan también personas con las que convivimos, y que todavía nos recuerdan.
Siempre he querido volver a aquel lugar, no sé si más por nostalgia o por revivir mi infancia, ya tan lejana, y volver a sentirme niña otra vez. Aunque, ahora que lo pienso... quisiera regresar allí, a aquel tiempo y lugar, para poder asomarme a la puerta de nuevo, y contemplar orgullosa a mi padre, mientras él nos saluda desde su cosechadora...
** Gracias a Rocío Paniagua y a Candy Fernández, nacidas de Valdemorilla, y con las que compartí juegos y aventuras durante aquellos veranos, por hablarme sobre el pueblo y las personas que conocí y poner un poco de orden en este cajón desastre que son mis recuerdos.