Si mi padre levantara la cabeza... Eso pensé la otra anoche, la víspera del Día de los Santos, cuando vi a los numerosos grupos de niños y niñas, de jóvenes y no tan jóvenes disfrazados, pintarrajeados hasta las orejas, (algunos de los disfraces conseguidísimos y realmente originales). Un desfile de muertos vivientes que reivindicaba, un año más, una fiesta ajena a nuestras tradiciones y costumbres, pero que definitivamente, llegó para quedarse. Sea como fuere, era la segunda vez en el mismo día en que ese pensamiento rondaba mi cabeza. Si mi padre levantara la cabeza...
No es mi intención despotricar aquí del "jalogüín", como lo llaman los abuelos, (articulan despacio cada sílaba, temerosos por meter la pata cuando salga de su boca esta palabra, para ellos impronunciable). Lo respeto, como respeto tantas otras fiestas y tradiciones que me resultan indiferentes, aunque, por supuesto entiendo que esta en concreto haya calado tanto en los pequeños, atraídos por los disfraces, y claro, por las chuches; cómo no les iba a gustar algo así... Y desde luego, reconozco haber decorado la biblioteca en varias ocasiones este día, y aprovechar para contar cuentos de miedo y esas cosas. En este caso, el lema de "si no puedes con ellos, únete" es algo inevitable y conveniente, no lo negaré.
Mi propio hijo, a quien por cierto, tampoco le atrae demasiado esta celebración, se pasó la noche asomándose a la calle y gritando: "ya vienen, ya vienen", para a los pocos minutos volver a salir a la calle, con la bolsa de chuches en la mano, enfadadísimo, porque los niños en cuestión habían pasado de largo sin llamar al timbre. "Parece que fuera invisible nuestra casa, ¿pero por qué no llaman?" Total, todo un fiasco para él, que pretendía regalar sus chuches a todos los que viniesen a buscarlas, qué le vamos a hacer... Al final, parece que tarde o temprano, en mayor o menor medida, todos nos vemos arrastrados por las tendencias, y aún sin quererlo, nos dejamos llevar.
Y es que, he de reconocer, que esta fiesta tiene cada vez más seguidores, y sí en Munera también, y la noche del 31 de octubre, un heterogéneo cortejo fúnebre recorría las calles de nuestro pueblo; diría que es el año que más gente he visto (posiblemente porque el tiempo acompañaba), y al observarlos, no pude evitar acordarme de mi padre, y lo imaginé diciendo desdeñoso: "vaya modas copiamos... menudas tontás". Diría eso, y mucho más, aunque no voy reproducir aquí la clase de improperios que estoy segura saldrían de su boca. Tras este pensamiento sonreí para mis adentros, por varios motivos: Por el recuerdo de mi padre en sí mismo (qué alivio poder recordarlo también con una sonrisa), y porque supongo, que en el fondo, mis pensamientos no distan demasiado de los suyos.
Hace 40 años nadie había oído hablar de Halloween. La víspera del Día de todos los Santos había una cita ineludible con Don Juan Tenorio de Zorrilla en las pantallas de televisión; era una tradición obligada que muchos todavía recuerdan y relacionan con esa noche. También hace 40 años todo el mundo acudía al cementerio a llevar flores y honrar a sus muertos, pero entonces, les llevaban tan solo, las que eran las flores típicas de los Santos: unos humildes crisantemos o unas vistosas crestas (unas flores granates muy singulares llamadas así por su parecido con dicha parte del gallo).
La víspera de los Santos, como manda la tradición, acudí yo también al cementerio a llevarles flores a mis muertos, acompañada por mi tía y por mi madre. A pesar de que fuimos en la sobremesa, cuando pensábamos que habría menos gente, me sorprendió el bullicioso ajetreo de peregrinos que entraban y salían cargados con todo tipo de flores y jardineras. Y en ese momento, por primera vez ese día, pensé para mis adentros la frase que me acompañó durante toda la jornada: Si mi padre levantara la cabeza... De haber asistido a ese despliegue de descomunales ramos y ostentosas flores, de contemplar el lugar donde descansan los restos de nuestros antepasados en todo su esplendor, de haber visto tal afluencia de masas que abarrota durante estos días el campo santo, para quedar desierto de nuevo una vez pasada esta fecha, hubiese comenzado con su personal discurso de quejas y aspavientos hacia esta cultura de hoy en día, que hemos acogido sin reparos, y que parece no atender más que al "todos a una, como en Fuenteovejuna". Que el vecino le ha puesto un centro enorme y precioso de rosas rojas a su querida madre, que en paz descanse, pues cómo iba a ser menos la mía, con todo lo que yo la quería... Y crestas, crestas, pues la verdad, yo no vi ni una, y crisantemos, pues no demasiados.
Mi padre era de los que pensaba que a los muertos las flores ya no les hacen falta, "los gestos hay que hacérselos en vida" decía. Y no es que se negara a seguir con esta tradición, ni mucho menos. Las tradiciones son eso mismo, tradiciones, y hay algo en ese ritual que las acompaña, que hace que las repitamos año tras año, y que ayuda a reconfortar nuestra alma y a sentir esa íntima satisfacción del deber cumplido, que muy pocas veces podemos dejar de lado. Da pena, sin duda, observar las sepulturas carentes de flores, sobre todo, si todavía sigue con vida alguien, en cuya memoria reina todavía el recuerdo de sus moradores. Lo que me asusta irremediablemente, y creo que es lo que cabreaba a mi progenitor, a pesar de que él no llegó a ver con sus ojos la envergadura de lo que aquí cuento, es esa actitud desmedida de "lo mío más y mejor", que tratándose de un sitio inerte, en el que poco podemos encontrar de los que nos dejaron salvo una lápida fría y una fotografía varada en el tiempo, resulta ridículo y carente de sentido.
Nunca he necesitado visitar la tumba de mi padre para tenerlo presente. Tampoco me reconforta especialmente pasar tiempo delante de su lápida gris. De pie, delante de su nicho me siento como una espectadora de una injusta tragedia cuyo desenlace ya nadie podrá cambiar; contemplo hipnotizada su fotografía incrustada en ese marco ovalado y brillante, mientras leo una y otra vez su epitafio. Allí no me encuentro mucho más cerca de él que en cualquier otro sitio, porque siempre he intentado evitar que su recuerdo quede relegado a este triste lugar. Soy consciente, por supuesto, de la necesidad, no sé si ancestral, cultural o ambas cosas, que tenemos los humanos de visitar las tumbas de nuestros seres queridos, quizás, por la certeza de que sus restos, siguen compartiendo con nosotros la tierra que pisamos. Pero yo, estoy convencida de que su huella en este mundo, es mucho más profunda que lo que queda de ellos tras la lápida a la que acudimos a poner flores.
Son muchos los lugares en los que consigo abrazarme al recuerdo de mi padre. A menudo me sorprendo frotando mis manos contra el romero que plantó en mi patio, hace ya muchos años, junto a los almendros que él también injertó y cuya cosecha de ciruelas hemos venido recogiendo cada verano. Los miro y viene a mi memoria la imagen nítida de sus robustas manos realizando una incisión precisa en el tronco del almendro. Lo veo sujetando entre los labios la pequeña herramienta puntiaguda que utilizaba para injertar, e introduciendo seguidamente el injerto en el tallo, uniendo las dos "yemas" con ceremoniosa paciencia. Todo un ritual del que era un verdadero experto, y con el que conseguía ese milagro de la naturaleza que es cruzar las distintas especies.
Me llevo las manos a las fosas nasales para aspirar el inconfundible aroma del romero y acude inevitablemente el recuerdo de aquella tarde lejana en que sus manos plantaron en la tierra esos mismos romeros que hoy contemplo, y que no dejan de ser una rúbrica más de mi padre en mi patio, en mi casa...
Lo mismo me ocurre en la que fue su casa. Son tantas las cosas que me lo recuerdan en ella, tantos objetos que tienen su sello, tantas cosas inservibles que aún conservamos por aquel "qué lástima da tirarlo tan bien como lo arregló tu padre", con tanta paciencia y maña con que lo hacía todo. Y cuántas veces he entrado al salón y he mirado hacia su sillón esperando encontrarlo con las piernas cruzadas, las gafas caídas en mitad de la nariz, sumamente concentrado en la lectura del Marca que tanto le gustaba... Podría pasarme horas recorriendo cada rincón de la vivienda, mirando sus cosas, sus fotografías, sus libros, sus libretas repletas de anotaciones con aquella letra perfecta y pulcra que hacía; su vieja maleta, en la que guardaba aquellos pequeños tesoros, aquellos objetos antiguos que conservaba de su juventud, y que no tenían valor material alguno, pero sí por supuesto, sentimental.
Podría recordar cada día sus dichos, sus historias, sus divertidas anécdotas que contaba como nadie, y con las que te atrapaba en el mismo instante en que las palabras brotaban de su boca. Su voz todavía resuena en mi cabeza, y ojalá no deje de escucharla nunca, aunque el tiempo se empeñe en distorsionarla o desfigurarla.
Podría hacerlo, y de hecho lo hago cada día. Viajar en el tiempo y regresar al pasado que compartimos, con cada objeto, con cada recuerdo, con cada fotografía. Viajar en el tiempo y traerlo de vuelta, sin necesidad de ninguna fecha, de ninguna víspera, aquí, ahora, a mi lado, conmigo, siempre.
La víspera de los Santos, como manda la tradición, acudí yo también al cementerio a llevarles flores a mis muertos, acompañada por mi tía y por mi madre. A pesar de que fuimos en la sobremesa, cuando pensábamos que habría menos gente, me sorprendió el bullicioso ajetreo de peregrinos que entraban y salían cargados con todo tipo de flores y jardineras. Y en ese momento, por primera vez ese día, pensé para mis adentros la frase que me acompañó durante toda la jornada: Si mi padre levantara la cabeza... De haber asistido a ese despliegue de descomunales ramos y ostentosas flores, de contemplar el lugar donde descansan los restos de nuestros antepasados en todo su esplendor, de haber visto tal afluencia de masas que abarrota durante estos días el campo santo, para quedar desierto de nuevo una vez pasada esta fecha, hubiese comenzado con su personal discurso de quejas y aspavientos hacia esta cultura de hoy en día, que hemos acogido sin reparos, y que parece no atender más que al "todos a una, como en Fuenteovejuna". Que el vecino le ha puesto un centro enorme y precioso de rosas rojas a su querida madre, que en paz descanse, pues cómo iba a ser menos la mía, con todo lo que yo la quería... Y crestas, crestas, pues la verdad, yo no vi ni una, y crisantemos, pues no demasiados.
Mi padre era de los que pensaba que a los muertos las flores ya no les hacen falta, "los gestos hay que hacérselos en vida" decía. Y no es que se negara a seguir con esta tradición, ni mucho menos. Las tradiciones son eso mismo, tradiciones, y hay algo en ese ritual que las acompaña, que hace que las repitamos año tras año, y que ayuda a reconfortar nuestra alma y a sentir esa íntima satisfacción del deber cumplido, que muy pocas veces podemos dejar de lado. Da pena, sin duda, observar las sepulturas carentes de flores, sobre todo, si todavía sigue con vida alguien, en cuya memoria reina todavía el recuerdo de sus moradores. Lo que me asusta irremediablemente, y creo que es lo que cabreaba a mi progenitor, a pesar de que él no llegó a ver con sus ojos la envergadura de lo que aquí cuento, es esa actitud desmedida de "lo mío más y mejor", que tratándose de un sitio inerte, en el que poco podemos encontrar de los que nos dejaron salvo una lápida fría y una fotografía varada en el tiempo, resulta ridículo y carente de sentido.
Nunca he necesitado visitar la tumba de mi padre para tenerlo presente. Tampoco me reconforta especialmente pasar tiempo delante de su lápida gris. De pie, delante de su nicho me siento como una espectadora de una injusta tragedia cuyo desenlace ya nadie podrá cambiar; contemplo hipnotizada su fotografía incrustada en ese marco ovalado y brillante, mientras leo una y otra vez su epitafio. Allí no me encuentro mucho más cerca de él que en cualquier otro sitio, porque siempre he intentado evitar que su recuerdo quede relegado a este triste lugar. Soy consciente, por supuesto, de la necesidad, no sé si ancestral, cultural o ambas cosas, que tenemos los humanos de visitar las tumbas de nuestros seres queridos, quizás, por la certeza de que sus restos, siguen compartiendo con nosotros la tierra que pisamos. Pero yo, estoy convencida de que su huella en este mundo, es mucho más profunda que lo que queda de ellos tras la lápida a la que acudimos a poner flores.
Son muchos los lugares en los que consigo abrazarme al recuerdo de mi padre. A menudo me sorprendo frotando mis manos contra el romero que plantó en mi patio, hace ya muchos años, junto a los almendros que él también injertó y cuya cosecha de ciruelas hemos venido recogiendo cada verano. Los miro y viene a mi memoria la imagen nítida de sus robustas manos realizando una incisión precisa en el tronco del almendro. Lo veo sujetando entre los labios la pequeña herramienta puntiaguda que utilizaba para injertar, e introduciendo seguidamente el injerto en el tallo, uniendo las dos "yemas" con ceremoniosa paciencia. Todo un ritual del que era un verdadero experto, y con el que conseguía ese milagro de la naturaleza que es cruzar las distintas especies.
Me llevo las manos a las fosas nasales para aspirar el inconfundible aroma del romero y acude inevitablemente el recuerdo de aquella tarde lejana en que sus manos plantaron en la tierra esos mismos romeros que hoy contemplo, y que no dejan de ser una rúbrica más de mi padre en mi patio, en mi casa...
Lo mismo me ocurre en la que fue su casa. Son tantas las cosas que me lo recuerdan en ella, tantos objetos que tienen su sello, tantas cosas inservibles que aún conservamos por aquel "qué lástima da tirarlo tan bien como lo arregló tu padre", con tanta paciencia y maña con que lo hacía todo. Y cuántas veces he entrado al salón y he mirado hacia su sillón esperando encontrarlo con las piernas cruzadas, las gafas caídas en mitad de la nariz, sumamente concentrado en la lectura del Marca que tanto le gustaba... Podría pasarme horas recorriendo cada rincón de la vivienda, mirando sus cosas, sus fotografías, sus libros, sus libretas repletas de anotaciones con aquella letra perfecta y pulcra que hacía; su vieja maleta, en la que guardaba aquellos pequeños tesoros, aquellos objetos antiguos que conservaba de su juventud, y que no tenían valor material alguno, pero sí por supuesto, sentimental.
Podría recordar cada día sus dichos, sus historias, sus divertidas anécdotas que contaba como nadie, y con las que te atrapaba en el mismo instante en que las palabras brotaban de su boca. Su voz todavía resuena en mi cabeza, y ojalá no deje de escucharla nunca, aunque el tiempo se empeñe en distorsionarla o desfigurarla.
Podría hacerlo, y de hecho lo hago cada día. Viajar en el tiempo y regresar al pasado que compartimos, con cada objeto, con cada recuerdo, con cada fotografía. Viajar en el tiempo y traerlo de vuelta, sin necesidad de ninguna fecha, de ninguna víspera, aquí, ahora, a mi lado, conmigo, siempre.