Viento del este y niebla gris anuncian que viene lo que ha de venir.
No me imagino qué irá a suceder, más lo que ahora pase ya pasó otra vez.
Mary Poppins
Siempre he querido ser positiva. Me he pasado toda la vida evitando ser negativa, (o tratándolo, al menos) y llega un condenado virus, y lo último que quisiéramos todos es acabar siendo positivos, qué contrariedad... Bromas a parte, en mala hora escribía yo este verano aquello de que vivíamos "alejados de virus y de brotes, disfrutando de una apacible tranquilidad..." porque a escasos días de aquella profética afirmación, que me convertía, muy a mi pesar, en una gurú de medio pelo, la calma dejó de ser tal, y se transformó, semana tras semana, en un auténtico sinvivir por el continuo goteo de positivos en nuestro pequeño pueblo. Lejos de amainar, la cosa fue a más, (con confinamiento incluido de dos clases del colegio, nada más comenzar el curso), y el incesante goteo acabó siendo una auténtica gotera, que ha llegado a hacer aguas de manera preocupante en las últimas semanas.
Al igual que en otras poblaciones, (y como el resto de España, vaya, que en cuestión de contagios aquí no se salva ni la Macarena) las cifras, lejos de menguar, siguieron su imparable ascenso, y en el mes de octubre nos plantamos con más de 30 positivos por Covid-19, (que no positivos de positivismo, que no está el horno para bollos en tales circunstancias), y con otras tantas decenas de vecinos en sus casas guardando cuarentena. Total, que tanto positivo nos devolvió de nuevo a la Fase III, algo que tampoco nos pilló de susto, porque ya se veía venir, y casi agradecimos las restricciones, puesto que ante la, más que evidente, existencia de transmisión comunitaria, el miedo se iba haciendo dueño y señor de la congregación.
Mira que nos lo venían advirtiendo los expertos desde hacía meses: "cuidado con la segunda ola, que es peor que la primera...", pero como en el cuento de Pedro y el lobo, parece que hicimos oídos sordos a las advertencias, y aquí estamos de nuevo, en plena cresta de la ola, aunque algunos este año no hayamos visto la playa, ni por fotografía. Con la situación ya desbordada, se nos impuso un toque de queda, algo que nunca creí que viviría en propias carnes, (vamos, tampoco imaginé vivir una pandemia), pero a algunos, esto del toque de queda no nos hizo mucha novedad, porque después de 2 meses de confinamiento duro, que no te dejen salir de casa por la noche, pues tampoco está tan mal... Rectifico, que a veces se me olvida que yo ya tengo una edad; a los jóvenes la medida no creo que les haga mucha gracia. Yo tengo otras prioridades bien distintas a las suyas, y estoy la mar de bien en casa, pero entiendo que ellos, con tanta hormona revolucionada y tanta energía sin liberar, necesitan de cierto esparcimiento "sin restricciones". Aun así, (ahora me pongo seria, porque esto no es cosa de risa) también ellos han de pensar que con sus pequeñas renuncias y sacrificios pueden ayudar a salvar muchas vidas (incluso las suyas, por muy invulnerables que se crean), y contribuir a salvar algo no menos importante: su futuro, ya que cuanto más se agrave esta situación sanitaria, también lo hará la económica, y por ende, el porvenir de estas nuevas generaciones se verá seriamente comprometido.
Ojalá todos estos sacrificios, privaciones y medidas que la gran mayoría cumplimos y asumimos, como buenos ciudadanos, sirvan para doblegar la condenada curva y no sea necesario un nuevo confinamiento, aunque, mucho me temo que, de no producirse un milagro, muchas ciudades están abocadas a otro encierro para poner freno al imparable aumento de contagios.
Las pandemias, es lo que tienen, que una vez metidos de lleno en una, nunca se sabe cuando se va a salir, igual que en los hospitales, que lo mismo entras por un dolorcillo de nada, y de que te das cuenta, estás en la mesa de operaciones... Y es que en una pandemia, da miedo hasta ponerse malo, que se aguanta uno lo que sea con tal de no ir al médico. Y para qué contarte, si la enfermedad en cuestión acarrea toses, fiebre y similares, que aunque sean producidas por un vulgar resfriado, ya sabes que como vayas al médico, un isopo alargado (y bastante molesto, según he podido comprobar), te explorará los interiores nasofaríngeos en busca del enemigo público número uno: el dichoso virus. Digo haberlo comprobado, no porque me hayan hecho a mí "la prueba del corona" -como la llaman algunos-, aunque de buena gana me hubiese ofrecido voluntaria al oír los gritos de mi hijo cuando el palito se paseaba por sus fosas nasales, en lo que fue uno de esos memorables "momentazos" para el olvido.
Pues sí, un simple catarro te puede llevar en estos tiempos a hacerte un test para descartar el Covid-19, a tomarte la temperatura al menor síntoma, a privarte del cole una semana por unos pocos mocos, o a evitar cualquier contacto con gente en que te veas obligado a disimular una molesta tos, o un simple estornudo, para eludir miradas indiscretas. El enemigo está por todas partes. Es casi como un Dios, invisible y omnipresente. Nadie sabe ni dónde ni cuándo, pero está, y la difícil empresa de evitarlo a toda costa, nos lleva a hacer cosas como cambiar de pasillo rápidamente en el supermercado, si oyes acercarse a alguien con una escandalosa tos. Llámese miedo, o instinto de supervivencia, pero lo cierto es que en estas situaciones aflora, sí o sí, qué le vamos a hacer...
Cuánto han cambiado nuestras vidas en tan poco tiempo. Nos hemos quedado huérfanos de besos y abrazos, hemos aprendido a sonreír con la mirada, a reducir y casi evitar el contacto con las amistades, nos hemos acostumbrado a llevar la mascarilla como el que lleva gafas, a lavarnos la manos mecánicamente, a mantener las distancias... Acostumbrados sí, y hartos, pues también, para qué negarlo. "Qué asco de virus ya", me dijo mi hijo una tarde tras repetirle que se pusiera la mascarilla en presencia de su abuela. Me callé, claro está, pero he de admitir que pensé: "qué asco, de verdad"...
Pero los niños, ay los niños, qué ejemplo nos están dando a los mayores. Cómo aguantan con su mascarilla toda la mañana, -incluso en gimnasia o en el recreo-, separados, respetando las filas, cumpliendo las normas... Y cómo salen a las dos de la tarde, felices, siempre con una sonrisa -aunque la oculte la mascarilla-, sin manifestar una sola queja. Cuánto tenemos que aprender de los pequeños muchas veces.
Yo también he sufrido las consecuencias de esta segunda ola. Con la biblioteca cerrada por segunda vez, me encuentro de nuevo luchando contra la melancolía, habitando sus entrañas en silencio y soledad, y añorando el día en que todo pueda volver a ser como antes. Sola, sólo a medias, porque estoy rodeada y muy bien acompañada de libros, que además de estar libres de virus, también nos hacen libres y, sin duda, son el mejor remedio para la soledad. Aprovecho, no obstante, para hacer limpieza general, para hacer tareas aplazadas para las que nunca encuentro el momento, para ordenar y adecentar este mágico lugar. Y sigo contando cuentos, Cuentos Viajeros, les he llamado, qué mejor nombre, para unas historias que cada semana viajan a los hogares de decenas de niños.
Porque las bibliotecas siempre están a tu lado, hasta en una pandemia, una frase de la que me he apropiado para los restos, porque me encanta, y porque define perfectamente el papel que para mí tiene una biblioteca. Y como siempre están a tu lado, y son un servicio necesario y completamente seguro, (aunque todavía algunos no lo tengan demasiado claro), pues me puse enseguida manos a la obra para impulsar el servicio de libros a domicilio. Qué felicidad preparar los pedidos de libros, y qué cosa tan extraordinaria llevarlos a las casas de los lectores, llamar al timbre para hacer la entrega y recoger el fardo con los libros devueltos, recibida siempre con una enorme sonrisa, y con no menos gratitud. A decir verdad, he sentido unas ganas irrefrenables de soltar por el telefonillo: "telelibros, aquí tengo su pedido señora", (todavía estoy a tiempo)... Heme aquí, haciendo intercambio de paquetes como el más chapucero de los traficantes, trapicheando con libros, qué droga más maravillosa, sin efectos secundarios, oiga (a no ser que el exceso sea excesivo y te pase como al pobre de don Quijote), pero no se preocupen los lectores, que no conozco ningún caso real documentado.
Y si las bibliotecas siguen estando a nuestro lado en tiempos de virus, también lo está el personal sanitario. Siguen ahí, luchando en primera línea, cansados, agotados física y mentalmente, enfrentándose a un virus que apenas les dio una pequeña tregua este verano, pero que ha vuelto con más fuerza si cabe. Apenas han podido olvidar lo que sufrieron en marzo, y allá van de nuevo, remando contra corriente, desbordados, atendiendo a innumerables pacientes, haciendo pruebas, que me enfundo que me desenfundo, que ahora rastreo y ahora pongo una vacuna, intentando hacer su trabajo como buena mente pueden. Héroes a los que aplaudimos entonces y que quizás no echan de menos esos merecidos aplausos, sino un poco de comprensión por parte de todos.
El mundo ya no es el que era. Hasta las elecciones del país más poderoso del planeta se han convertido en un esperpento. Más de la mitad de los estadounidenses (a Dios gracias) votaron a Biden, ese señor de apariencia afable y cándida sonrisa, pero a pesar de la derrota, Trump, todo un personaje del que creíamos, lo habíamos visto todo, niega la mayor, y parece que no hay quien le eche de la Casa Blanca, ni con agua caliente. Hasta enero puede durar la mascarada, así que seguiremos ojo avizor las noticias que nos lleguen de ese vasto país donde, inexplicablemente, siempre aterrizan los ovnis. Será por eso por lo que están un poco zumbados la mayoría, o al menos a mí me lo parecen...
A este lado del charco las cosas no diría que están mucho mejor. La pandemia copa los titulares día tras día. La pandemia y la economía, claro, que parece precipitarse por el abismo al mismo tiempo que se asfixian miles de trabajadores de la hostelería, la restauración, de los comercios o de la cultura.
Este 2020 se ha empeñado en que nada sea como antes, y las navidades no iban a ser una excepción. Están a la vuelta de la esquina, sí, pero no sé yo si tenemos el cuerpo para turrones y panderetas. Con reuniones de seis personas como máximo y toque de queda incluido, las pascuas este año no se presentan demasiado halagüeñas, porque desde luego, no serán ni remotamente parecidas a las de los años anteriores. Sin embargo, no todo está perdido, por fin se vislumbra la luz al final del túnel. El anuncio de la ansiada vacuna para principios de año supone una noticia esperanzadora, una luz al final del túnel a la que no puedo dejar de mirar. Una luz que dulcifique tanto sufrimiento y que nos devuelva un poquito de nuestras vidas, aquellas que habitábamos felizmente hace tan sólo unos meses, sin ser conscientes de ello.
Ahora sí, seamos positivos.