Escribir es la manera más profunda
de ver la vida.
Francisco Umbral
Letizia salió a la calle y sintió un fogonazo de calor en la cara. Supo al instante que se había equivocado con la elección de su vestuario. Eran las seis de la tarde, pero las temperaturas seguían siendo elevadas. Demasiado para un mes de mayo. Parada en mitad de la acera, dudó unos segundos si subir a cambiarse, pero miró el reloj y desistió. Cruzó entonces la calle y comenzó a recorrer la avenida a buen paso, todo lo rápido que le permitían los tacones.
A pesar del bochorno, numerosos viandantes invadían la avenida en ambas direcciones. Al otro lado de la verja del parque una ardilla correteaba por el césped. La mujer persiguió con la mirada al simpático roedor, tan distraída que a punto estuvo de tropezar con un grupo de jóvenes que se había detenido de repente en su trayectoria. Letizia paró en seco y su bolso cayó al suelo. Los chavales gritaban y reían a su alrededor despreocupados. Mientras se agachaba a recoger sus pertenencias, les profirió un insulto por lo bajo. Advirtió en ese momento que ahora era la ardilla la que la observaba con curiosidad. Se sintió patética en aquella postura con su elegante vestido, al tiempo que miraba de reojo a aquella panda de maleducados que pensó acabarían pisándola. Letizia se incorporó por fin atusándose el vestido. Se recolocó las enormes gafas de sol y siguió caminando.
Apenas unos minutos después llegaba a su destino. Accedió con paso firme a la librería y, tras echar un último vistazo a la hora en su muñeca, se dirigió a una empleada para preguntarle por un libro. Un libro que de hecho ya había leído y que tenía guardado entre cientos de libros más en ese pozo sin fondo en el que se había convertido en los últimos años su e-book. Sin embargo, Letizia quería que ese ejemplar —convenientemente firmado por su autor— adornara los estantes del salón de su casa. A eso había ido allí aquella calurosa tarde, a eso y a conocer al escritor de cuya imaginación había surgido la historia con la que tanto había disfrutado en las últimas semanas.
Con la nueva adquisición bajo el brazo, subió las escaleras sin detenerse, segura de que tendría que ocupar uno de los últimos asientos libres. Sin embargo, cuando entró en la sala de conferencias pudo comprobar que donde esperaba un espacio abarrotado de gente, apenas había una treintena de personas dispersas, la mayoría de mediana edad. Casi todas las butacas de las primeras filas estaban vacías, algo que ella jamás entendió, pero que parecía ocurrir a menudo en las presentaciones y encuentros a las que acudía. La gente solía mantener las distancias con el autor o autora invitados intentando pasar desapercibidos entre el público, algo que no iba con Letizia. Ella adoraba ser el centro de todas las miradas, que todos envidiasen su estilo en el vestir, su cuerpo esculpido en el gimnasio, su rostro perfecto que no correspondía con su edad... Por eso no dudó en atravesar la estancia por el pasillo central, mientras captaba la atención de todos los asistentes que, a su paso, giraban las cabezas siguiéndola.
Apenas se había acomodado en el asiento cuando se oyó un leve murmullo y a los pocos segundos vio aparecer a Carmen, la librera a la que conocía desde hacía años y con la que mantenía una relación bastante cordial. Tras ella, un hombre alto, de porte elegante, pelo rapado y barba blanca. Era el protagonista de aquel acto: Máximo Belló, la persona a la que todos estaban deseando escuchar.
Tras una breve presentación, la librera cedió la palabra al escritor. Nada más comenzar a hablar, Letizia notó algo familiar en él. No estaba segura de si era su tono de voz, envolvente y musical, sus enormes manos, cuyos movimientos resultaban casi hipnóticos, o esa mirada penetrante y casi transparente con la que miraba a su alrededor. Durante unos segundos sus ojos se cruzaron y Máximo se quedó en silencio. Letizia creyó intuir algo en la expresión de su rostro y sintió un estremecimiento. Estaba acostumbrada a gustar a los hombres, a que cayeran rendidos a sus encantos, pero tenía la sensación de que no era ese tipo de atracción lo que acababa de provocar.
Sin embargo, Máximo continuó su charla como si nada. Habló durante más de una hora de su novela, la última de casi una decena. Habló de los personajes que aparecían en ella, de la trama que había inventado en torno a los mismos. Habló de su vida como escritor, y de su vida al margen del escritor, y de cómo ambas convergían en múltiples ocasiones para no coincidir en muchas otras. «La gente piensa que yo soy como los personajes de mis libros y no, yo no soy así. Aunque si lo pienso detenidamente, en mis personajes hay mucho de mí y de mi familia». Todos los asistentes le escuchaban muy atentos. Sonreían a sus ocurrencias con las que daba muestras de su gran sentido del humor y se emocionaban con la ternura y fragilidad que transmitían sus palabras.
Letizia estaba disfrutando de aquella presentación como hacía mucho tiempo que no lo hacía. El tiempo parecía haberse detenido, pero los minutos seguían corriendo, y casi sin darse cuenta, había llegado el turno de las preguntas.
Animados por Carmen, poco a poco los lectores fueron preguntando al escritor distintas cuestiones. Letizia escuchaba con atención aquella suerte de interrogatorio. Por un momento pensó en lo tedioso que debía de ser para cualquiera que todo el mundo le hiciera las mismas preguntas, una y otra vez, formuladas de distinta forma, sí, pero en el fondo siempre las mismas. Algunas de ellas casi pecaban de impertinentes, aunque Máximo no era ningún novato y sabía cómo sortearlas educadamente.
«Vamos a ir terminando con las preguntas. La última para el chico que tiene el brazo levantado y pasaremos a la firma de ejemplares», dijo la librera.
Desde el fondo, se escuchó una voz tímida que sonaba aflautada.
—Me gustaría preguntarle por otro de sus libros que hemos leído en el instituto este curso. Se trata de Una vida. En una entrevista dijo que usted mismo sufrió acoso cuando era niño. ¿Podría hablarnos sobre ello y cómo lo superó? —dijo el muchacho de carrerilla, como si se hubiese estudiado la pregunta. El chaval no tendría más de catorce años, de cuerpo menudo y cabello lacio, parecía refugiarse detrás de unas enormes gafas redondas y una gorra negra.
El escritor profirió un hondo suspiro, sonrió y comenzó a hablar, mientras lo miraba fijamente.
—En efecto, sufrí acoso de pequeño, eso que ahora todo el mundo llama bullying. Esa cosa tan fea que ya todos conocen y tratan de combatir, pero que, por desgracia, sigue ocurriendo todavía con demasiada frecuencia en las aulas y fuera de ellas —dijo—. Cuando yo era niño aquello no tenía nombre. Era casi normal, una plaga que sufrían siempre los gorditos, los bajitos, los tartamudos, los que llevaban gafas, aparato, o los niños especiales… como lo era yo. Vivía en un pequeño pueblo de Barcelona donde todos nos conocíamos, y yo era un niño diferente, sí, o especial, como quieras llamarlo. Se me notaba a kilómetros de distancia, así que era un blanco fácil para las burlas, las jugarretas y el acoso sin límites de mis compañeros.
Al oír aquello, el desconcierto se apoderó de Letizia. Aunque hacía más de treinta años que no había vuelto, ella también pasó su niñez en un pueblecito costero de Barcelona. Sintió entonces los latidos de su corazón golpeándole en el pecho mientras escuchaba con un interés aún mayor.
—Un día, mientras me columpiaba en el parque, solo como siempre, un grupo de niños y niñas empezaron a meterse conmigo —prosiguió con su relato el escritor—. Me empujaban y me insultaban. A decir verdad, no todos lo hacían. Eran uno o dos los cabecillas, pero el resto reía y aplaudía su comportamiento, sin la menor muestra de compasión hacia mí. Salí corriendo y me encerré en la caseta del jardinero. Ellos me persiguieron y aunque intentaban entrar, yo empujé la puerta con todas mis fuerzas hasta que conseguí atrancarla por dentro. Ellos gritaban y daban fuertes golpes sin parar, que resonaban amenazantes, como si aquel cuchitril estuviese a punto de romperse en mil pedazos. Al rato, se cansaron y se fueron, pero yo no me atreví a salir hasta pasada casi una hora. Cuando conseguí reunir el valor, advertí que la puerta estaba cerrada por fuera. La llave debía de estar puesta. Comencé a pedir auxilio y a llorar desesperadamente, pero nadie me oyó hasta que regresó el jardinero, dos horas después y me sacó de allí, tan sucio y asustado como un animalillo indefenso. Al día siguiente mi familia y yo nos marchamos a la capital.
Letizia estaba pálida. Si alguien hubiera estado a su lado le habría preguntado si se encontraba bien. Pero en aquel momento, toda la sala giraba en torno a Máximo y al desgarrador relato que acababa de contar. No podía creer lo que había escuchado. La voz del escritor la fue transportando a su pasado, hasta visualizar la nítida imagen de una niña de doce años riéndose de aquel niño raro de su clase, al que nunca había dirigido la palabra: Máximo Bermúdez Llopis; Max para su familia, Máximo Belló para sus lectores.
Cómo no se había dado cuenta antes… Se removió entonces en el asiento, avergonzada. Pensó en salir de allí enseguida, pero llamaría demasiado la atención. Letizia no tuvo valor para mirar hacia Máximo, solo quería que desapareciese de su vista. Los recuerdos que habían permanecido olvidados durante décadas se agolpaban ahora en su memoria.
Entretanto, Carmen había dado paso a la firma de ejemplares y los lectores pronto rodearon al escritor, ávidos de un autógrafo o de una fotografía. Este parecía estar disfrutando con aquello, aunque era evidente que disimulaba como podía, porque debía de estar ya más que harto de tanta parafernalia y tanto elogio.
Letizia quiso aprovechar la confusión para escabullirse, pero cuando iba a enfilar el pasillo, Carmen la interceptó.
—Letizia, querida. ¿No irás a marcharte sin que Máximo te haya firmado tu ejemplar? ¿Acaso no te ha gustado el encuentro? Ha estado maravilloso, ¿no crees? —le dijo tan exageradamente simpática como siempre.
—Por supuesto que no. Digo, claro que me ha gustado —titubeó—. Quiero decir que no me marchaba, tan solo quería ir al baño mientras se despeja un poco la sala. Me encuentro un poco mareada.
—Ve tranquila, todavía le queda un ratito. La verdad es que no tienes muy buen aspecto. ¿Estás bien?
—Sí, sí, no es nada. Hace demasiado calor, eso es todo. Enseguida vuelvo.
Cuando regresó del cuarto de baño, apenas quedaban ya un par de personas en la cola. Esperó cabizbaja mientras acariciaba las guardas del libro. Cuando le tocó el turno sudaba a mares. No se atrevió a levantar la vista, tampoco a hablar. Dejó la novela encima de la mesa y la deslizó hacia el escritor. Él le sonrió, abrió el libro y comenzó a escribir. Al acabar, lo volvió a deslizar hacia su dueña y sin mediar palabra comenzó a recoger sus cosas. Letizia recuperó su libro y sin más dilación salió de la librería.
Quería alejarse cuanto antes de aquel lugar. No sabía si Máximo la había reconocido o no, pero quería borrar de su mente aquel reencuentro para siempre, como si no hubiese tenido lugar. Sí, aquello no había ocurrido jamás. Presa de la excitación, caminaba por la avenida tan rápido que cualquiera diría que alguien la perseguía. Estaba tan exhausta que, al pasar junto al parque, no pudo evitar la tentación de sentarse en el primer banco vacío que encontró.
Una vez sentada, recostó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. De pronto, algo cayó junto a ella. Una pequeña piña descansa sobre su libro. Miró hacia arriba y la vio. Otra graciosa ardilla la observaba desde las alturas. Diría que era la misma de hacía un rato —o al menos eso es lo que quiere creer ella—. «El segundo reencuentro del día», se dijo. En ese momento, se dio cuenta de que aún no había leído la dedicatoria. Cogió entonces el libro y lo abrió despacio, como si le quemase las manos. Comenzó a leer y al instante, en su rostro se dibujó una sonrisa de alivio:
Para Leti,
Espero que la vida te haya tratado bien.
No te guardo ningún rencor,
Max.