viernes, 6 de enero de 2023

Cuento de Navidad


Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos.
Ninguna fuente de calor podría calentarle,
ningún frío invernal escalofriarle.
                        Cuento de Navidad, Charles Dickens




"Querido Rey Melchor. Gracias por concederme mi deseo el año pasado. Este año sólo te pido una cosa: que no vuelva". 
                                                                            Miguel


Melchor repitió en voz alta las tres últimas palabras. Que no vuelva... Había leído peticiones raras, algunas graciosas, otras casi imposibles e inverosímiles. La fantasía de los niños no tenía límites y en parte, era una de las cosas que más le gustaba a Melchor de la Navidad: esa mirada inocente con la que los más pequeños escrutaban el mundo, un mundo donde todo era posible. Leer las cartas cargadas de ilusión, en las que se sucedían listas interminables de juguetes y de pequeños grandes deseos, era para Melchor un verdadero placer. Pero aquella carta, aquella letra torcida que apenas se entendía, le provocó un desasosiego incontrolable. 

—Lee —le dijo a su mujer tendiéndole el papel. 

—Qué carta más extraña...  ¿No será una broma? —dijo ella después de leerla. 

Melchor no le contestó. Ensimismado en sus pensamientos, se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡Está empezando a nevar! —gritó desde la calle con tono jovial. 

Ella fue enseguida a comprobarlo, y los dos permanecieron unos minutos bajo el dintel contemplando el espectáculo. 

—Parece que los Reyes van a tener mucho trabajo esta noche... —le dijo a su marido sonriendo.

—Sí, pero los niños tendrán un regalo extra mañana. Será un día de Reyes fabuloso. Vamos adentro, todavía me quedan unas cuantas cartas que leer —le respondió Melchor mientras tiraba de ella hacia el pasillo.

En otro lugar, aunque no muy lejos de allí, resuena en la calle el grito de una mujer: 

—¡Miguel, pasa ya y cierra la puerta! Te vas a quedar helado. 

Miguel apenas se inmuta al oír a su madre. De pie, parado en medio de la acera observa con emoción los pequeños copos que caen tímidamente y desaparecen al tocar el suelo. Al poco, se escucha otro grito que le ordena que vaya inmediatamente. Fastidiado, regresa al interior, pero ignora a su madre y se dirige al salón. Sube la persiana y pega su cara al cristal. Bajo la luz de la farola, se aprecian con mayor nitidez las ráfagas de nieve. Ha empezado a nevar con fuerza. Mañana podré hacer un muñeco de nieve, se sonríe el niño.

Su madre lo vuelve a llamar. La ducha le espera y ya es muy tarde. Tendrá que acostarse pronto si no quiere que los Reyes pasen de largo. 

Al entrar en el baño descubre a su madre sollozando, aunque ella intenta disimular como puede.

—¿Qué ocurre mamá? ¿Qué te pasa?

— No es nada, se me ha metido jabón en los ojos —le contesta ella sin mirarle.

Pero Miguel sabe que su madre le está mintiendo. Desde hace días la nota distraída, distante. Deambula por la casa en silencio y ya no la oye cantar mientras se ducha. 

— Sé que pasa algo, mamá. Dímelo, por favor. ¿Qué pasa ahora? 

— No pasa nada, cariño. Ya te lo he dicho. Es el jabón. 

Miguel sigue sin creerla a pesar de sus palabras. Al mirarla, advierte su rostro cansado y unas ojeras profundas y oscuras que han quedado al descubierto al quitarse el maquillaje. 

Ya en la cama, su madre le lee un cuento. Miguel tiene sueño, pero tardará varias horas en dormirse. No porque sea la Noche de Reyes, ni porque esté nervioso por los regalos, ni porque tema no encontrar en sus zapatos el último videojuego de moda.

Tardará horas en conciliar el sueño, pero cuando lo haga, Miguel revivirá de nuevo la misma pesadilla de siempre. El monstruo le visitará otra noche más y él correrá a esconderse debajo de su cama. Desde ahí, agarrado a su pequeño oso de peluche, escuchará los gritos, los golpes, los insultos, y en algún momento, Miguel no sabrá si está viviendo una pesadilla, o si esa escena está ocurriendo de verdad. El monstruo volverá a sus sueños, sin respetar la que debería ser una noche plácida y feliz para todos los niños del mundo. 

Su madre no se separará de su lado hasta muy entrada la madrugada. Sufrirá mientras observa la respiración agitada, el sudor de su rostro, las palabras jadeantes de su pequeño que la llaman insistente. Las lágrimas resbalarán silenciosas por su rostro, en un goteo constante e incontrolable. Mientras vela el sueño turbado de su hijo, los malos pensamientos se agolpan en su cabeza. Esa madre cansada, harta de tanto sufrimiento, contempla a su pequeño lamentándose. Ha vuelto, lo presiente. Primero fue esa llamada en la que nadie contestó al descolgar el teléfono, y hoy ese paquete sin remitente dirigido a Miguel. Ya sabe dónde estamos, quizá incluso se haya atrevido a venir hasta aquí, se dice. En ese momento se da cuenta de que está temblando. Pensó que lo tenía controlado, pero el miedo, ese sentimiento que la paraliza y la aterra a partes iguales, también ha regresado. 

Por fin Miguel parece haber dejado atrás las pesadillas y duerme tranquilo. Su madre se asoma a la calle y comprueba que sigue nevando. La nieve cubre los tejados por completo, y en el suelo se acumulan ya varios centímetros de espesor. Como una revelación, la certeza de que tendrán que, más pronto que tarde, tendrán que  dejar atrás esta casa, este pueblo y las pocas amistades que han hecho en estos meses, se cierne sobre ella como una losa. Tendrán que salir huyendo de nuevo, no sabe a dónde, pero tendrán que hacerlo. 

Cierra la puerta despacio y regresa a la habitación de Miguel donde comprueba que sigue durmiendo. Ni siquiera se molesta en meterse en la cama, sabe que no conseguirá dormir aunque lo intente. Se arropa con una manta en el sofá y se pone a leer hasta que los ojos se le cierran y el libro cae sobre su regazo. 

Hace rato que ha amanecido cuando Miguel despierta. Escucha voces lejanas, y durante unos segundos no sabe si está soñando todavía. ¡Mamá! ¿Mamá dónde estás? se atreve a decir con voz temblorosa. Sin dejar de apretar el peluche contra su pecho, se levanta y asoma la cabeza por el pasillo. Advierte entonces que un montón de regalos le esperan junto a sus zapatos, se había olvidado por completo del día que es. Las voces se oyen ahora más alto. Es su madre, sí, es ella. Está discutiendo con alguien. No puede ser, otra vez no...

Se oye un último grito. Después el silencio. ¡Mamáááááááá! Chilla Miguel recorriendo los pocos metros que le separan de la puerta. En su carrera desesperada, pisotea los paquetes que quedan desperdigados por el suelo. Al abrir la puerta, el blanco es tan intenso que tiene que taparse los ojos con la mano. De lo que sucedió después, Miguel solo conserva unas cuantas imágenes inconexas. Quizás su cerebro decidiera por su cuenta lapidar aquel fatídico día en lo más recóndito de su memoria. Sin embargo, una nueva pesadilla le perseguirá el resto de su vida: 

Cada noche, la luz cegadora. Cada noche, una gran mancha roja sobre la nieve. Cada noche, la mano ensangrentada de su padre, junto al cuerpo inerte de su madre. Y la oscuridad.






Epílogo

Seguramente alguien se pregunte por qué un relato titulado Cuento de Navidad es tan triste. No sabría contestar exactamente a esa pregunta, lo único que sé es que cobró forma en mi mente tal cual lo he escrito. Supongo que en algún momento de esta Navidad pensé en cuántos Scrooges sin corazón existen en el mundo. Desgraciadamente, la inspiración no la tuve que buscar demasiado lejos por los numerosos casos de violencia machista ocurridos en los últimos tiempos. Todas esas muertes son terribles, todas fruto del sin sentido, y aunque las principales víctimas son las mujeres asesinadas, no puedo evitar pensar siempre en los niños, las víctimas indirectas de esta barbarie, y en cómo serán capaces de salir adelante con una mochila tan pesada a sus espaldas.

Aunque inventado, este relato podría ser el de cualquier víctima real de esta terrible lacra, y ahí está la verdadera dureza de esta historia. 

Ojalá llegue el día en que historias como la de Miguel y su madre,  sólo existan en la ficción.



Quercus. En la raya del infinito

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