Dicen que no hay mal que cien años dure y que después de lo malo siempre viene lo bueno. Supongo que ambos dichos tienen su parte de razón, aunque no se cumplan siempre al pie de la letra. A veces la vida te obsequia con una piedra en el camino y después otra, y otra más y parece que se empeñe en ponerte todos los obstáculos posibles para que no consigas ver la luz al final del túnel. En otras ocasiones, no son piedras las que nos hacen tropezar. Caemos de lleno en un pozo cuya negrura y profundidad nos engulle sin remedio. Son auténticos cataclismos que alteran nuestra vida durante meses o años, para dejar después una profunda herida.
Así, andamos lidiando con esas pequeñas, aunque inoportunas piedras o con esos grandes cataclismos que arrasan todo a su paso, en este teatro llamado vida, lleno de incertidumbres, miedos, tristezas, dolor, pero también de pequeñas grandes alegrías.
Acaba un año más, que parece haber pasado en un suspiro. Otro año que suma y que resta a la vez. Que ha transcurrido como cualquier otro, con sus cosas buenas y no tan buenas. Su mecha ya casi extinta, pronto será sustituida por una nueva llama que durará otros doce meses.
En mi caso, que vaya a acabar y empezar el año con mal pie, es algo innegable. Y no miento tampoco si digo que desde hace ya diez días me levanto cada mañana con el pie izquierdo. No es que me haya dado de repente un alarmante ataque de negatividad, es simplemente, que una operación de pie en plenas vísperas de la Navidad no es en absoluto el plan perfecto para estas fechas. La vida tiene estas cosas, que casi nunca sucede tal y como la habíamos imaginado.
Pero como siempre, la vida nos enseña y nos da lecciones que no debemos olvidar. Por ejemplo, nos muestra lo afortunados que somos cuando tenemos salud, o cuando no nos duele nada, o cuando podemos levantarnos sin esfuerzo, caminar y coger un vaso de agua de la encimera. Apenas unos días coja y me han servido para darme cuenta de la cantidad de pasos que hago (que hacía) al día. Me he dado cuenta de que soy un culo inquieto, o quizá tenga uno de esos T.O.C.s que no te dejan sentarte tranquilamente sin haber hecho todo lo pendiente, sin haber recogido las migas del desayuno o sin haber dejado todo en su sitio. Mis acciones transcurren ahora a un ritmo desesperante, y ando midiendo las distancias, asegurando cada movimiento, calculando cada trayecto para no olvidar nada y no tener que repetirlo, no vaya a ser que un mal paso vaya a empeorar la situación. A veces, para recorrer distancias cortas y casi de forma temeraria, salto a la pata coja, haciendo equilibrios sobre la pierna izquierda como si fuera un flamenco mareado. Menos mal que estoy ligera, que dice mi madre... En verdad, qué mal se pasa y qué inútil se siente una cuando el cuerpo no acompaña a la voluntad. En estas circunstancias, no queda otra que echar mano de toda la paciencia disponible.
Ha sido la primera vez en mi vida que me someto a una intervención quirúrgica, primer motivo para dar gracias y acordarme de todos aquellos que desde pequeños han de lidiar con enfermedades y operaciones de todo tipo. Y a pesar de que ésta carecía de importancia, no voy a negar que estaba bastante asustada. Menos mal que tuve apenas cuarenta y ocho horas para asimilar la noticia de una intervención inminente. Y menos mal también que me sedaron y no me enteré de nada, porque aunque con anestesia, no debe de ser muy agradable presenciar, notar o tan siquiera intuir, que un desconocido —por muy traumatólogo que sea— te seccione el hueso, se introduzca en tus entretelas, manipulando a su antojo los tejidos, huesos o tendones, y acabe reconstruyendo el desaguisado con un buen clavo, (que espero sea de buena calidad, aunque acabe pitando en los aeropuertos). Para rematar la faena, mi buen samaritano me obsequió con una hermosa tanda de puntos dignos del mismo monstruo de Frankenstein. Pues lo dicho, que menos mal que cuando desperté la faena ya había concluido y de todo lo ocurrido no sé más que lo que me contó someramente el autor, poco antes de dormirme.
—Léete estás hojas y firma —me dijo antes de entrar al quirófano.
—De eso nada —le contesté—. Como lo lea, me voy de aquí por patas. (Yo, que leo hasta los prospectos de las vitaminas...)
Todavía conservo la enorme cruz en la pierna a operar, que me dibujaron con rotulador para no errar el tiro, aunque en mi caso no hubiera importado, porque el otro pie está para lo mismo. Aunque casero, no me parece un mal método para evitar confusiones, pero los hay desconfiados, como el caso de un señor que se llevó escrito de casa en la pierna: "esta es la buena". La anécdota me la contó un auxiliar muy amable que me atendió en el posoperatorio, y a saber, cuántas anécdotas tendrán los sanitarios de hospitales, enfermos y tratamientos varios. Recuerdo ahora aquella que contaba mi hermana de una anciana a la que iban a operar y le dijeron a su hija: quítele la ropa y la mete en esta bolsa. Cuando regresó la enfermera encontró a la anciana desnuda metida en la bolsa...
Me reí con la anécdota y me sentí estupendamente tras la operación. Habiendo echado una siestecita y con medio cuerpo totalmente dormido no podía pedir más. Pero llegando a casa el pie en cuestión comenzó a despertar y ganas me daban en ese momento de cortármelo y acabar de una vez con tanto sufrimiento.
Desde entonces han sido días complicados en todos los sentidos. Días de preparativos, reuniones, fiestas, encuentros de los que hemos tenido que prescindir prácticamente. Días de reposo y enclaustramiento, de moral baja y desánimo, mientras el resto del mundo celebra alegremente estas fiestas. Y han sido días de dolor, de intenso e insufrible dolor.
Vivir con dolor permanente es muy duro. El mío no durará eternamente —o al menos en ello confío—, pero muchas personas conviven con él a todas horas y en muchos casos, de manera indefinida, sumidos en procesos oncológicos o crónicos. De todas esas personas me he acordado también en mi comparecencia; de todos los que sufren dolor cada día, un dolor que por desgracia no mejorará con el paso de las semanas ni de los meses, que no desaparecerá a no ser que ocurra un milagro. Y he pensado en lo difícil que debe de ser sonreír y seguir adelante si el dolor —un dolor lacerante que palpita intensamente desde lo más profundo de tu sistema nervioso— forma parte de tu vida.
Qué bien se está cuando se está bien. Nos olvidamos de esa gran fortuna demasiado a menudo. Nos complicamos la vida con problemas, discusiones o vendetas y olvidamos lo importante.
No hay nada mejor para darnos cuenta de la fortuna de estar sanos, que estar enfermos o impedidos.
Y no hay nada mejor que te pase cualquier cosa, por pequeña que sea, para darte cuenta de toda la gente que te quiere y se interesa por tí.
Gracias a todos, familia y amigos, por estar siempre y por otro año cargado de buenos momentos. Los malos intentaremos enterrarlos y olvidarlos. Los buenos, asesorarlos y repetirlos el año que viene.
Os deseo salud, toda la salud del mundo, porque sin ella, poco importa lo demás.
¡Feliz año!
¡Feliz vida!
¡2024, allá vamos!