La Navidad ha llegado a nuestros hogares un año más. Una fiesta para muchos ansiada y deseada, para otros odiada y detestada, aunque sin duda, una celebración que para nadie resulta indiferente, ya que es casi imposible escapar a sus influjos.
He de confesar que a mí siempre me ha gustado, y he disfrutado con placer de toda su parafernalia. Y lo sigo haciendo, pues es indudable que quien tiene un niño en casa, vive la Navidad de manera especial, contagiado por esa ilusión y esa tierna inocencia de la que sólo los pequeños hacen gala... En verdad, cualquier momento del año se vive de manera diferente y especial si tienes la inmensa fortuna de vivirlo a través de los ojos de un niño.
Sin embargo, también he de decir que la Navidad que nuestros hijos conocen, se parece cada vez menos a las Navidades de mi infancia.
Me da vértigo esta Navidad resplandeciente, engalanada de luces y adornos por todas partes, sobre todo en las grandes ciudades, que compiten por el cuestionable título de ser "la más luminosa" (olvidadas por unas cuantas semanas la famosa Cumbre del planeta y ese preocupante cambio climático que nos acecha...).
Puedo llegar a comprender a esas personas que no soportan los villancicos sin descanso y a todo volumen, o a las que intentar huir -como es mi caso- de las calles abarrotadas de gente bajo el alumbrado, cargadas de bolsas, con prisas por comprar, por celebrar la Navidad de la única manera que parecen conocer.
Casi me sonroja esta obsesión por comprar y comprar, de poner en la mesa exquisiteces y manjares a precios desorbitados; esta fiebre por regalar objetos, juguetes, obsequios de diversa índole, que alcanza ya dimensiones desmesuradas, y que conseguirá en algún momento del camino, -si es que no lo ha hecho ya-, que no lleguemos a valorar absolutamente nada de todo lo material que nos rodea, que no seamos conscientes de que el verdadero regalo no está en el interior del paquete, sino en las manos, y en el corazón de la persona que te lo ofrece.
Navidad se ha convertido hoy en publicidad. Minutos y minutos interminables de publicidad, sobre todo de perfumes, cuyos nombres pronuncian con letanía modelos de belleza aúrea y languidez extrema. Parfum de Cacharel, balbucean con un hilo de voz, exhaustas, casi al punto del desmayo. Y anuncios conmovedores, donde los seres queridos son recibidos entre lágrimas y abrazos, porque, como el turrón, todo el mundo vuelve a casa por Navidad..
Y es que la Navidad de hoy en día es la que se nos muestra en televisión en todo su esplendor, la felicidad personificada en una familia perfecta que sonríe despreocupada frente a la chimenea, que canta villancicos en armonía junto a un árbol de Navidad perfecto, en una casa perfecta, en un mundo perfecto. Una estampa edulcorada de la felicidad que, por desgracia, pocas veces se parece a la vida real.
Este mundo que nos ha tocado vivir nos alinea sin remedio imponiéndonos sus cánones, y en Navidad, lo que se lleva es derrochar, en todos los sentidos. Has de prodigar felicidad por los cuatro costados, y para ello, comprar un montón de productos que probablemente no necesites, pero que, desde luego, te harán muy feliz, has de reunirte con los compañeros, con la familia, con los amigos... y salir a divertirte, y comer, y beber... Y así, abocados a ese diluvio de felicidad tangible y arrebatadora, nos hemos de olvidar de las penas, de las injusticias, del hambre en el mundo, de las guerras, de los sin techo... No, en Navidad parece no haber cabida para la tristeza. Nada de pensar en ella, nada de aguafiestas, al cuerno la melancolía. Tómate una copita y un mazapán y olvídate de los problemas por unos días..
Ah, y la lotería... No hay Navidad sin sorteo extraordinario de lotería, un sorteo cuya probabilidad de resultar premiado resulta irrisoria, pero en el que muchos confían su suerte, sus esperanzas, y sobre todo, sus ahorros. Año tras año asistimos con resignación a ese espectáculo de felicidad desbordante, de euforia desatada de unos pocos afortunados, y tras él, no nos queda más que agrader la mucha, o la poca salud que nos ha tocado en suerte (ahora, que nadie te diga en ese preciso momento, que el dinero no da la felicidad, que se lo pregunten a esos que ves pegando saltos en tu pantalla de televisión...).
En todo esto se ha convertido la Navidad, como tantas otras cosas hoy en día, en una nube de excesos a la que nos vemos abocados sin remedio. Aún así, me siguen gustando estas fiestas. Me gustan, aunque ya nunca podrán compararse a las Navidades de mi infancia, esas cuyo recuerdo me llena de profunda melancolía.
Navidad eran aquellas maravillosas y multitudinarias reuniones familiares en las que los primos -las primas-, aprovechábamos para jugar sin descanso, contagiados del ambiente festivo. Era ver a mi querido abuelo Antonio tocando la zambomba, el mismo que nos sacaba caramelos de las orejas como por arte de magia. A pesar de los años transcurridos, su imagen haciendo sonar aquel rudimentario instrumento se mantiene nítida en mi memoria; Lo recuerdo mojando su mano en una pequeña palangana de porcelana, y arrastrarla después a lo largo del astil haciendo vibrar con aquel movimiento la fina membrana de piel, y produciendo así el característico sonido de la zambomba. Y lo recuerdo también cantando villancicos con su inconfundible voz, mientras rascaba una cuchara contra una botella de anís, rodeado por sus nietos que lo mirábamos embelesados, y que bailábamos al son de la música, mientras él, consciente de ser el centro de atención, el alma de la fiesta, sonreía y nos miraba con sus ojos vivarachos.
Navidad era la obligada "misa del gallo" tras la cual dedicábamos un buen rato a contemplar con auténtica fascinación el inmenso belén parroquial. Era montar el árbol y el belén junto a mis hermanos. Recoger un montón de césped del campo, que intentábamos sacar de una sola pieza, y con el que realizábamos un precioso belén, cada año más recargado y detallista. Era cantar villancicos en el pasillo de casa tocando las panderetas, y aquellas noches que pasábamos casi en vela esperando la llegada de los Reyes Magos. Pocas veces nos traían exactamente aquello que habíamos pedido, aunque ahora que lo pienso, poco importaba; aquello era una fiesta, eran nervios, ilusión, espera...Levantarnos con los primeros rayos de sol y ocupar el pasillo en busca de nuestros regalos tras escuchar la esperada confirmación: ¡Ya han llegado! En aquellos tiempos apenas habíamos oído hablar de Papá Noel, ese viejecito encantador entrado en carnes, y de cabellos plateados, que hoy visita también casi todos nuestros hogares en Nochebuena y que pugna por desbancar a sus Majestades de Oriente.
Navidad era felicitar las Pascuas a familiares y amigos con una postal... Ahora ya casi nadie las escribe, y si te llega alguna, tienes la sensación de haber recibido un regalo único y extraordinario. Hoy todo el mundo reenvía mensajes y felicitaciones a través del teléfono, que se repiten una y otra vez, las mismas frases hechas, imágenes y mensajes impersonales que te llegarán por un grupo de wassap, por dos, por cuatro. Porque todo el mundo te desea Feliz Navidad en estos días, movidos por este torrente de felicidad y amor contagioso e inherente a estas fiestas, y que lamentablemente parece sumirse en el olvido el resto del año.
Sí, me sigue gustando la Navidad, aunque si soy honesta, también he de admitir que conforme van pasando los años, no la recibo con el mismo entusiasmo de antaño. A medida que se acercan estas fechas, la añoranza se instala en mis pensamientos, y no puedo evitar tener más presentes, si cabe, a los que ya no están. Son ya muchas las sillas vacías, muchos los que no acudirán a la cita esta Nochebuena, a los que echaremos de menos, y cuya ausencia hará que nos escueza en el alma la tristeza. La Navidad ya nunca volverá a ser igual sin ellos, y lo peor, es que el tiempo no puede pararse, seguirá corriendo incansable y se empeñará en trasformar en algún momento nuestro mundo, este mundo imperfecto que nos rodea y que pagaríamos porque siguiese estando así muchos años, tal cual está, con sus virtudes y sus defectos. Quién pudiera detener el tiempo... Quién pudiera regresar al pasado, a aquellos tiempos en que no faltaba nadie, en los que éramos inmensamente ricos sin ser conscientes de ello.
Ya ha llegado la Navidad, y repetiremos una vez más como autómatas, todas sus tradiciones. Nos veremos envueltos en sus rituales, comulgaremos con sus excesos, haremos probablemente todo aquello que aborrecemos o con lo que estamos en desacuerdo. Lo haremos probablemente, aunque quisiera pensar que todavía existe un poco de cordura en nuestro interior y que algunos no hemos sucumbido por completo al consumismo excesivo y desmedido al que parece que estamos abocados. Quisiera pensar que el espíritu navideño, la esencia de la Navidad, ese deseo de paz, de amor, de concordia y de solidaridad que aflora en estas fechas perdurará durante todo el año
Pero es Navidad, y a pesar de todo... ¿quién puede resistirse a la magia de la Navidad?
Si mis palabras te han llegado a través de mí, significa que formas parte importante de mi vida, o que quizás, he tenido la suerte de coincidir contigo en algún momento del camino, de disfrutar de tu compañía (no importa que no nos veamos a menudo, o que no hayamos hablado en los últimos meses...). En cualquier caso, me gustaría desearte una Feliz Navidad, por supuesto, aunque también quisiera que en cada uno de los días del año te acompañara el espíritu de la Navidad, ese que está ahí, agazapado detrás de toda esta efusividad navideña, detrás de este escaparate de armonía y felicidad. Me gustaría desearte, de todo corazón, que la salud te acompañe siempre, y que encuentres la felicidad cada día en tu familia y amigos, en la gente que te rodea, en las pequeñas cosas, y sobre todo, en los momentos especiales que se nos brindan, y que hacen que la vida merezca la pena.
Feliz Navidad,
Feliz año, y
FELIZ VIDA.