“En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos
para darle un sentido a la existencia”.
Olvidar es difícil para el que tiene corazón”
Quince días, con sus
noches, alejado de los suyos y por fin se acerca el ansiado momento que ha
esperado con impaciencia. Es demasiado joven para percibir que el tiempo
transcurre a veces muy despacio, tan despacio como si se detuviera. Sin embargo,
con apenas doce años hace mucho que aprendió sobradamente esta lección.
Avanza por el pedregoso sendero a un ritmo lento, demasiado. Avanza sin prisa, pero sin pausa, mecido
por la suave cadencia del paso cansado del viejo asno sobre el que reposa su
enjuto cuerpo. Exhausto, regresa a casa, bajo el sol abrasador de agosto que
últimamente no da tregua, soñando con los ojos abiertos con el feliz
reencuentro que ha aguardado durante los últimos días. Desearía encontrarse con
su hogar tras la pequeña loma que se atisba en el horizonte, pero sabe que
todavía le queda un buen trecho por recorrer hasta llegar a ese anhelado lugar.
Cuando inició su camino,
hace ya un par de horas no reparó en él, pero ahora, el cansancio va haciendo mella
en su voluntad, y lo aplasta como una inmensa y pesada losa. Sediento y con el
estómago rugiéndole sin parar, nota como sus fuerzas le abandonan por unos
instantes, y está a punto de sucumbir al llanto. Aun así, consigue reprimirlo,
y ahoga una punzada de dolor que le escuece en los ojos y en la garganta.
Quisiera gritar, ahora que nadie le escucha, gritar hasta desgarrarse la voz, y
derramar esas lágrimas que pugnan por salir. Quisiera que manaran sin freno y dejarlas
resbalar por su rostro como un reguero infinito de sal.
Quizá solo sea su destino, su sino, como dice su madre. Aunque, en realidad, no tiene claro el hecho de que tantas penurias le estén predestinadas a él, un niño todavía, que debería estar jugando con sus hermanos rodeado de su familia, y sencillamente disfrutando de la niñez.
Todavía recuerda, como
una pesadilla que ya nunca podrá borrar de su memoria, los aciagos días que
pasó ayudando a arrear las ovejas. Sus padres lo dejaron con aquellos pastores
huraños y desabridos cuando apenas era un mocoso de rubios cabellos y ojos
claros como el cielo. Su naturaleza
obediente y dócil le llevó aceptar la decisión de sus progenitores sin
rechistar, pero no tardó en darse cuenta de lo cruel de la misma. Dormían en un chozo ruinoso por el que la
inclemente lluvia penetraba en su interior. El agua brotaba por entre las
piedras formando auténticas cascadas, y convirtiendo aquel mísero refugio en
una balsa de barro, frío y humedad. No tendría más de nueve años y ya entonces,
aquellas largas e interminables noches en vela le parecían la mayor de las
injusticias.
Recuerda con horror aquellos
duros días de invierno, en los que el frío le atería los huesos, a pesar de
llevar sobre los hombros, a modo de capote, el viejo y gastado abrigo de su
padre que le llegaba hasta las corvas. También el hambre lo asediaba a todas
horas, como un compañero de viaje inseparable. Y para colmo de males, el
tercero en discordia, era ese sentimiento que lamentablemente tan bien conocía:
la soledad. Una soledad y una tristeza inconmensurables que se adueñaron de su
ser desde la primera vez que se separó de los suyos, y que quizás, fueran los
causantes de ese carácter introvertido y taciturno que ya nunca le abandonó
durante toda su vida.
¿Por qué tuve que ser pobre? ¿Por qué tuve que ser el mayor?, se pregunta en un lacerante diálogo
interno. ¿Por qué he de trabajar y alejarme de mi familia? El ruido de esos
pensamientos enturbia, una vez más, su larga travesía. Cómo entender que un
niño inocente tenga que sufrir tantas miserias desde tan corta edad.
El afable animal de
espeso pelo castaño y hocico blanquecino, ajeno a las reflexiones del muchacho,
continua su avance por el tortuoso camino con paso firme. Conoce a la
perfección la ruta y no se sale ni un ápice de la misma. La primera vez que la pareja hizo el trayecto en dirección contraria le advirtieron: “Tú no le digas ni le
hagas nada, que el burro sabe llegar al cuarto”. Y vaya si supo llegar. Aunque
despacio, el animal recorrió sin titubeos las tres horas de caminata que les
separaban de la aldea donde ambos pasarían la quincena.
Aquel burro no era tan
hermoso como el que describía Juan Ramón Jiménez en el libro que les leía su
padre por las noches, pero sí que era muy cariñoso, y asombrosamente listo, ¿cómo
si no hubiese sido capaz de llevarle a su destino? El muchacho confía
ciegamente en su guía de cuatro patas y se aferra a su crin susurrándole
palabras cariñosas. -Vamos, Lucero, que ya falta poco. Aprieta el paso, no te
detengas. – Le apremia de vez en cuando. Sobre su lomo polvoriento, se siente a
salvo, y al hablarle con esa cercana camaradería, recobra la entereza que le
había abandonado en los últimos metros.
No puede negar que siente
un profundo temor cada vez que se enfrenta al viaje de ida o de vuelta. El
miedo se adhiere a su cuerpo y no le deja respirar hasta que avista a lo lejos
el final de su travesía. A medida que el
sol se va ocultando, la congoja le asedia con mayor intensidad. Le asustan los múltiples
sonidos de toda suerte de animales que se escuchan sin cesar al caer la tarde,
las sombras que se dibujan a cada paso, las nubes negras que amenazan tormenta.
Teme que Lucero se espante por algún animal, y caer de su grupa. Si eso
ocurriera, sería incapaz de volver a subir a la montura. El borrico es
demasiado grande, o puede que simplemente sea él, el que es demasiado pequeño
todavía. Recuerda con tristeza la fotografía en la que posa junto a su hermano
a lomos de un caballito de feria. Las piernas también le colgaban entonces suspendidas
en el aire. Pero aquel era un caballo de mentira, un bonito corcel de cartón
piedra, en un escenario ficticio que sirvió para inmortalizarlo con apenas cuatro
o cinco años. Ahora todo es real, demasiado real.
Le asusta estar solo en
esa llanura infinita en la que se siente inmensamente pequeño. Cuánto le
gustaría poder compartir viaje con un Don Quijote que lo protegiera, aunque
estuviera loco e hiciera y deshiciera entuertos como en esa novela de aventuras
que tanto le gusta escuchar de labios de su padre.
Pero no, aquí está, solo
una vez más, con la única compañía de un viejo asno, recorriendo el largo
trayecto de vuelta a casa. Atrás quedan las largas jornadas pastoreando un
numeroso rebaño de ovejas, las interminables horas de sofocante calor, las
tortuosas noches en el duro jergón de lana en el que no podría pegar ojo si no fuera por el enorme cansancio que le hace caer rendido. Atrás quedan el hambre que le persigue a
todas horas, los pedazos de pan duros como riscos, las lágrimas
furtivas que se le escapan cuando nadie lo ve. Atrás queda la añoranza de
una vida distinta, de otra vida soñada. A medida que se aproxima a su casa su
mente comienza a olvidar todo aquello, a disfrutar del paseo y a dejarse llevar
por el agradable paisaje. Concentra ahora sus pensamientos en los olores que le
llegan de ese mar de romeros, tomillos y espliegos que tapizan la espesura.
Observa a su paso los cientos de encinas de caprichosas formas que jalonan el paisaje
hasta donde se le pierde la vista.
-Ya casi estoy en casa. - Se repite
recompuesto. Y sí, ya casi ha llegado. Alcanza la última revuelta del
serpenteante camino y por fin logra divisar a lo lejos la modesta construcción
de piedra enclavada en el valle.
Su madre lo está esperando sentada
bajo el zaguán. Lleva más de una hora con la vista perdida en el camino
mientras espera ver aparecer la silueta de su hijo sobre el borrico.
¡Ya llega! Grita al resto de sus hijos, que retozan entre
los ejidos mientras aguardan a su hermano. ¡Ya llega! Y corre también ella a su
encuentro, a abrazar a su pequeño gran hombre.
Tras una breve revista,
se echa las manos al rostro. -Hijo mío, ¿y esa sangre de la camisa? - Le pregunta preocupada.
- Nada madre, la nariz,
que se me ha vuelto a reventar y no había manera de parar la hemorragia.
-Anda, pasa que te
preparo agua para que te laves y te cambies esa ropa. Santo Dios, pobre hijo
mío… - Se lamenta su madre.
- Es solo sangre, madre.
Es solo sangre. – Le contesta sin darle mayor importancia.
Porque ahora, ya nada importa. Ha regresado. Ha vuelto en busca de una muda, del pan de su madre, de sus guisos, de sus besos, de las historias de su padre, de sus sabios consejos, de los juegos con sus hermanos... del cariño y el amor que tanto ha echado de menos a diario. Ha vuelto en busca de esa vida añorada, que dentro de unas cuantas horas le será hurtada de nuevo, de esa vida que pronto será sustituida por otra muy distinta, por una dura e inmerecida existencia.
Pero eso ahora no
importa. Ha vuelto. Está de nuevo en casa.
***
Epílogo: No es la primera vez que le dedico un relato a mi padre, pero este es especialmente emotivo porque habla de su infancia, una infancia dura e injusta como las que vivieron muchos de nuestros ancestros. Lo escribí uniendo pedacitos de recuerdos de las historias que él contaba, y también con la ayuda de mi madre y de mi tía Matilde. Posiblemente la realidad que vivió de pequeño no fuese exactamente cómo la describo, y quizás cada partida fuese mucho más terrible y menos literaria de lo que aquí cuento, pero él ya no está para preguntarle, solo me queda imaginar...
Valderrobles (Teruel) |
"Jamás pensamos en el invierno pero el invierno llega, aunque no quieras". ...