Hay almas que tienen
azules luceros,
mañanas marchitas
entre hojas del tiempo,
y castos rincones
que guardan un viejo
rumor de nostalgias
y sueños.
Federico García Lorca
Federico García Lorca
- Cuéntamela otra vez, abuela. La
historia de cuando tú eras como yo, y mientras, echamos una brisca...
La luz penetra a través de los
visillos de la ventana imprimiendo en la estancia una halo mágico y cautivador.
Observo la escena con embeleso, intentando retener en mi retina la imagen de esta
estampa enternecedora: abuela y nieto acomodados en el sofá, arrebujados bajo
una manta jugando a las cartas mientras viajan al pasado, más de sesenta años
atrás. Dos generaciones tan distantes y diferentes confluyendo en tiempo y en
lugar, en un momento tan sumamente mágico como irrepetible.
- Ay hijo mío, si ya te la he
contado mil veces. -Le contesta su abuela-, haciéndose de rogar, aunque en el
fondo, está deseando volver a contarle a su nieto su historia. Esa historia que
le pertenece por derecho propio, que guarda para sí en lo más profundo de su
ser. Esa historia que no es una sola, sino que está hecha de infinidad de
retazos, de los cientos de historias que rondan su cabeza a diario, de los
miles de recuerdos que anidan en su memoria voluble y caprichosa, de los muchos
pensamientos que regresan a su antojo y que la abordan una y otra vez, tan
vívidos como si hubieran acontecido ayer mismo, y que se empeñan en devolverla
a su niñez a cada palabra.
- Cuando yo era pequeña... -
comienza la abuela con voz melodiosa- no teníamos tantas cosas como ahora. Ni
tantas comodidades, ni todo de lo que disfrutáis hoy los niños. Para empezar,
no teníamos apenas ropa, ¡qué frío pasábamos en invierno!, y por aquellos
tiempos sí que hacía frío, sí... Ay, si hubiéramos pillado entonces los
armarios llenos de ropa que hay ahora en todas las casas...
- ¿No teníais ropa, abuela? ¿Ibais
desnudos como en África?
- Pero qué cosas tienes hijo... No,
en cueros no. Pero nos vestíamos con mengajos que apenas abrigaban y que íbamos
pasando de uno a otro conforme se nos iban quedando pequeños (éramos nueve
hermanos, no como ahora, que se tiene un hijo o dos como mucho...) Y si nos
quedaban grandes los pantalones, nos atábamos un vencejo a la cintura y
arreando. Casi toda la ropa estaba remendada por varios sitios, y en los pies,
nos asomaban casi siempre los dedos por los bujeros. Por la noche nos
apretábamos alrededor del sogato, y tanto nos pegábamos al fuego, que estábamos
a pique de quemarnos muchas veces, y nos salían cabrillas en las piernas...
pero no nos apartábamos... Una vez al año, para la feria, nos hacía la abuela
un hato, y ese era el que nos poníamos para bajar al pueblo, a misa, o si nos
poníamos malos...
- Creo abuela que estás
exagerando un poquito...
- Ojalá hijo, ojalá. Recuerdo que
del frío me salían unos sabañones en las manos y en los pies que daban miedo, y
cómo me picaban y escocían... Los metía en agua caliente, me los frotaba con
ajo, pero no había manera de calmar el dolor. Dormíamos tres o cuatro en cada cama,
sobre colchones de lana de borra, en los que te ibas hundiendo, como si te
engulleran hacía dentro. Nos echábamos un montón de mantas encima que nos
sepultaban bajo su peso, y que apenas abrigaban. Y por la mañana costaba un
montón de trabajo hacer las camas, y volver a darle forma a aquel colchón, que
no se parecía en nada a los de ahora. Frío. Si tuviera que resumir con una
palabra mi infancia, la primera sería esa. Ese frío que cortaba y que se te
metía en los huesos. Me acuerdo que cuando salíamos con las cabras, la tía y yo
corríamos todo lo que podíamos un buen rato para entrar en calor.
- ¿Con las cabras, abuela? ¿Igual
que Heidi y Pedro?
- Pues más o menos... éramos muy
pequeñas, desde luego, aunque aquí no había que subir montañas como en los
Alpes para que pastasen. Las dejábamos en los piazos que habían alrededor de la
"Casilla", que así se llamaba la casa donde vivíamos. Algunas
veces, hacíamos malos aliños, como cuando veíamos un verdín hermoso y
las soltábamos allí cuando nadie nos veía. La tía les decía, "hala, daros
un festín", y allí las dejábamos un rato comiendo y nosotras mientras
jugábamos, o a buscábamos setas, o collejas...
-Pero qué suerte, abuela. No tenías
que ir a la escuela, podías estar todo el día jugando... -Le responde el
pequeño muy serio.
- Ay hijo, ¿de verdad crees que
aquello era una suerte? Si yo hubiese podido ir a la escuela... Sólo pude ir
unos cuantos días; Aprendí a leer y a escribir ya de mayor. Haz caso a esta
pobre vieja, y recuérdalo siempre: la suerte la tienes tú que puedes estudiar
y aprender un montón de cosas. Eso es lo más hermoso, hijo mío, el saber. A mí,
es lo que más envidia me da, una persona que sabe. Además, en cuanto crecimos
un poco, el abuelo nos mandaba a trabajar ajeno, y no te creas que podíamos
todavía, pero no había discusión: a quitar piedras, a labrar con con la mula, a
segar ya un poco más mayorcetas... Aquello sí que era duro...
-¿Abuela, llevas muestra? Le dice
el pequeño con ojos interrogantes, y quizás también para cambiar de tercio la
conversación, que le ha dejado un tanto callado y pensativo...
- Eso no se dice, que entonces
llevas ventaja. -Le contesta la abuela con una sonrisa en la boca, aunque, dejando disimuladamente
las cartas a la vista de su nieto, por un segundo.
- Pero bueno, ¿también jugaríais
algún rato? Porque los niños tienen que jugar sí o sí...- vuelve a arremeter el
pequeño...
- Pues sí, nosotras jugábamos
cuando podíamos, o cuando no nos veía mi padre. Pero eran bien distintos a los
juegos de ahora. Nos divertíamos con bien poco, jugando al pillar, al
escondite, a la piola, al apargatico viejo... Y también nos pasábamos las horas
recitando romances y canciones, oraciones... Fíjate que no me acuerdo de lo que
comí ayer, y me sé de memoria un montón. "Al pie del duro peñasco...
-Ay abuela, déjalo ya, que eso que
estás recitando no tiene mucho sentido... Vamos roba, que me toca a mí tirar.
-Venga, ya puedes echar. Estoy
viendo que esta partida me la ganas. Me parece a mí que lo que intentas es
despistarme con todas esas preguntas- le responde y continúa con su perorata, a
pesar de las quejas, porque eso sí, una vez que se ha abierto la caja de
Pandora, es casi imposible hacer parar los recuerdos que brotan incontrolados
de sus labios...
-Cuánta hambre pasaríamos
también... Me acuerdo una vez que nos comíamos la hierba, cuánta gana no
tendríamos. Las locuras que hacíamos entonces...
-Anda abuela, no me hagas reír,
¿cómo ibas a comerte la hierba? Ni que fueras una cabra... se sonríe socarrón
el nieto. Algo comerías, porque si no, no estarías aquí…
-Pues aquella vez sí nos comimos la
hierba, parece que lo estoy viendo ahora mismo, no te miento. Y teníamos para
comer, sí, pero comíamos poco y mal. Casi todos los días gachas, o caldo de patatas,
o patatas fritas con sebo, (porque entonces no teníamos aceite), o gachas migas…
La fruta no la probábamos apenas, ni la leche, la poca que daban las cabrar era
para mis abuelos. Y el pan, duro como un risco, porque mi madre bajaba al
pueblo a cocer cada ocho días, y lo metía en la alacena de donde íbamos sacando
y comiendo hasta que se acababa. Aquello sí era pan sentao... Acuérdate de esto
que te cuento cuando hago una comida que no te gusta, antes no podíamos elegir
menú…
…-Y tampoco teníamos agua corriente
para lavarnos ni para lavar ni beber agua. Teníamos que sacar el agua del pozo,
y bajábamos al río cargadas para lavar la ropa en las losas en las que
restregábamos la ropa una y otra vez hasta deshacernos los nudillos. ¡Qué
invento la lavadora!
-Que sí abuela, que sí, que llevas
mucha razón. Sigamos -le contesta el nieto molesto con los derroteros que va
tomando la conversación, aunque en el fondo es consciente de lo afortunado que
es de haber nacido en esta época.
-Anda bonico, vamos a descansar un
rato, y otro día te sigo contando más cosas. Voy a echar un pegaojos, que esta
noche tampoco he dormío mucho.
-Vale abuela, yo voy a ponerme con
los deberes y luego si quieres te ayudo con los tuyos...
Cuando parece que el silencio se ha hecho dueño de la estancia, el pequeño levanta la mirada de la tarea y afirma con tal convencimiento que pareciera que esté realizando una sentencia:
-Oye abuela, estoy pensando que te
acuerdas perfectamente de muchas cosas de entonces, y eso significa que en
realidad no era tan malo como lo cuentas. Creo que entonces eras feliz abuela.
En ese preciso instante, en el
rostro de la abuela se vislumbra el cansancio, y quizás también la tristeza, un
pellizco de tristeza procedente de la añoranza de aquellos tiempos que ya solo
existen en su cabeza. Con la mirada perdida en los recuerdos, permanece ausente
durante unos segundos hasta que, al fin, sale de su ensimismamiento para
contestar a su nieto con un hilo de voz:
-Puede que tengas razón... Con
todas las faltas que pasamos, todas las carencias que teníamos, todas las
penurias que vivimos, entonces éramos felices, porque teníamos a toda la
familia completa. No lo olvides nunca corazón mío, por muchas cosas que tengas,
lo más importante, lo que te hará más feliz en la vida es tu familia, tus
amigos, las personas que te quieren y a las que quieres, es eso todo lo que más
vas a añorar cuando llegues a viejo.
Hazme caso y disfruta lo que puedas
de estos años, de tu niñez, de tu juventud, de tu vida. Grábalo todo en tu
memoria, para que, igual que estoy haciendo yo ahora contigo, dentro de muchos
años puedas compartir tu historia con los tuyos; Para que puedas contarla, el
día en que uno de tus nietos te diga: Abuelo, cuéntame cosas de cuando eras
pequeño…
Precioso, tal como lo iba leyendo en mi mente parecia una secuencia de una pelicula. Felicitaciones.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado. Gracias
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