jueves, 2 de julio de 2020

Cuéntame

                        
Hay almas que tienen
azules luceros, 
mañanas marchitas
entre hojas del tiempo,
y castos rincones
que guardan un viejo
rumor de nostalgias
y sueños. 

Federico García Lorca


            

- Cuéntamela otra vez, abuela. La historia de cuando tú eras como yo, y mientras, echamos una brisca...

La luz penetra a través de los visillos de la ventana imprimiendo en la estancia una halo mágico y cautivador. Observo la escena con embeleso, intentando retener en mi retina la imagen de esta estampa enternecedora: abuela y nieto acomodados en el sofá, arrebujados bajo una manta jugando a las cartas mientras viajan al pasado, más de sesenta años atrás. Dos generaciones tan distantes y diferentes confluyendo en tiempo y en lugar, en un momento tan sumamente mágico como irrepetible.

- Ay hijo mío, si ya te la he contado mil veces. -Le contesta su abuela-, haciéndose de rogar, aunque en el fondo, está deseando volver a contarle a su nieto su historia. Esa historia que le pertenece por derecho propio, que guarda para sí en lo más profundo de su ser. Esa historia que no es una sola, sino que está hecha de infinidad de retazos, de los cientos de historias que rondan su cabeza a diario, de los miles de recuerdos que anidan en su memoria voluble y caprichosa, de los muchos pensamientos que regresan a su antojo y que la abordan una y otra vez, tan vívidos como si hubieran acontecido ayer mismo, y que se empeñan en devolverla a su niñez a cada palabra.

- Cuando yo era pequeña... - comienza la abuela con voz melodiosa- no teníamos tantas cosas como ahora. Ni tantas comodidades, ni todo de lo que disfrutáis hoy los niños. Para empezar, no teníamos apenas ropa, ¡qué frío pasábamos en invierno!, y por aquellos tiempos sí que hacía frío, sí... Ay, si hubiéramos pillado entonces los armarios llenos de ropa que hay ahora en todas las casas...

- ¿No teníais ropa, abuela? ¿Ibais desnudos como en África?

- Pero qué cosas tienes hijo... No, en cueros no. Pero nos vestíamos con mengajos que apenas abrigaban y que íbamos pasando de uno a otro conforme se nos iban quedando pequeños (éramos nueve hermanos, no como ahora, que se tiene un hijo o dos como mucho...) Y si nos quedaban grandes los pantalones, nos atábamos un vencejo a la cintura y arreando. Casi toda la ropa estaba remendada por varios sitios, y en los pies, nos asomaban casi siempre los dedos por los bujeros. Por la noche nos apretábamos alrededor del sogato, y tanto nos pegábamos al fuego, que estábamos a pique de quemarnos muchas veces, y nos salían cabrillas en las piernas... pero no nos apartábamos... Una vez al año, para la feria, nos hacía la abuela un hato, y ese era el que nos poníamos para bajar al pueblo, a misa, o si nos poníamos malos...

- Creo abuela que estás exagerando un poquito...

- Ojalá hijo, ojalá. Recuerdo que del frío me salían unos sabañones en las manos y en los pies que daban miedo, y cómo me picaban y escocían... Los metía en agua caliente, me los frotaba con ajo, pero no había manera de calmar el dolor. Dormíamos tres o cuatro en cada cama, sobre colchones de lana de borra, en los que te ibas hundiendo, como si te engulleran hacía dentro. Nos echábamos un montón de mantas encima que nos sepultaban bajo su peso, y que apenas abrigaban. Y por la mañana costaba un montón de trabajo hacer las camas, y volver a darle forma a aquel colchón, que no se parecía en nada a los de ahora. Frío. Si tuviera que resumir con una palabra mi infancia, la primera sería esa. Ese frío que cortaba y que se te metía en los huesos. Me acuerdo que cuando salíamos con las cabras, la tía y yo corríamos todo lo que podíamos un buen rato para entrar en calor.

- ¿Con las cabras, abuela? ¿Igual que Heidi y Pedro?

- Pues más o menos... éramos muy pequeñas, desde luego, aunque aquí no había que subir montañas como en los Alpes para que pastasen. Las dejábamos en los piazos que habían alrededor de la "Casilla", que así se llamaba la casa donde vivíamos. Algunas veces, hacíamos malos aliños, como cuando veíamos un verdín hermoso y las soltábamos allí cuando nadie nos veía. La tía les decía, "hala, daros un festín", y allí las dejábamos un rato comiendo y nosotras mientras jugábamos, o a buscábamos setas, o collejas...

-Pero qué suerte, abuela. No tenías que ir a la escuela, podías estar todo el día jugando... -Le responde el pequeño muy serio.

- Ay hijo, ¿de verdad crees que aquello era una suerte? Si yo hubiese podido ir a la escuela... Sólo pude ir unos cuantos días; Aprendí a leer y a escribir ya de mayor. Haz caso a esta pobre vieja, y recuérdalo siempre: la suerte la tienes tú que puedes estudiar y aprender un montón de cosas. Eso es lo más hermoso, hijo mío, el saber. A mí, es lo que más envidia me da, una persona que sabe. Además, en cuanto crecimos un poco, el abuelo nos mandaba a trabajar ajeno, y no te creas que podíamos todavía, pero no había discusión: a quitar piedras, a labrar con con la mula, a segar ya un poco más mayorcetas... Aquello sí que era duro...

-¿Abuela, llevas muestra? Le dice el pequeño con ojos interrogantes, y quizás también para cambiar de tercio la conversación, que le ha dejado un tanto callado y pensativo...

- Eso no se dice, que entonces llevas ventaja. -Le contesta la abuela con una sonrisa en la boca, aunque, dejando disimuladamente las cartas a la vista de su nieto, por un segundo.

- Pero bueno, ¿también jugaríais algún rato? Porque los niños tienen que jugar sí o sí...- vuelve a arremeter el pequeño...

- Pues sí, nosotras jugábamos cuando podíamos, o cuando no nos veía mi padre. Pero eran bien distintos a los juegos de ahora. Nos divertíamos con bien poco, jugando al pillar, al escondite, a la piola, al apargatico viejo... Y también nos pasábamos las horas recitando romances y canciones, oraciones... Fíjate que no me acuerdo de lo que comí ayer, y me sé de memoria un montón. "Al pie del duro peñasco...

-Ay abuela, déjalo ya, que eso que estás recitando no tiene mucho sentido... Vamos roba, que me toca a mí tirar.

-Venga, ya puedes echar. Estoy viendo que esta partida me la ganas. Me parece a mí que lo que intentas es despistarme con todas esas preguntas- le responde y continúa con su perorata, a pesar de las quejas, porque eso sí, una vez que se ha abierto la caja de Pandora, es casi imposible hacer parar los recuerdos que brotan incontrolados de sus labios...

-Cuánta hambre pasaríamos también... Me acuerdo una vez que nos comíamos la hierba, cuánta gana no tendríamos. Las locuras que hacíamos entonces...

-Anda abuela, no me hagas reír, ¿cómo ibas a comerte la hierba? Ni que fueras una cabra... se sonríe socarrón el nieto. Algo comerías, porque si no, no estarías aquí…

-Pues aquella vez sí nos comimos la hierba, parece que lo estoy viendo ahora mismo, no te miento. Y teníamos para comer, sí, pero comíamos poco y mal. Casi todos los días gachas, o caldo de patatas, o patatas fritas con sebo, (porque entonces no teníamos aceite), o gachas migas… La fruta no la probábamos apenas, ni la leche, la poca que daban las cabrar era para mis abuelos. Y el pan, duro como un risco, porque mi madre bajaba al pueblo a cocer cada ocho días, y lo metía en la alacena de donde íbamos sacando y comiendo hasta que se acababa. Aquello sí era pan sentao... Acuérdate de esto que te cuento cuando hago una comida que no te gusta, antes no podíamos elegir menú…

…-Y tampoco teníamos agua corriente para lavarnos ni para lavar ni beber agua. Teníamos que sacar el agua del pozo, y bajábamos al río cargadas para lavar la ropa en las losas en las que restregábamos la ropa una y otra vez hasta deshacernos los nudillos. ¡Qué invento la lavadora!
-Que sí abuela, que sí, que llevas mucha razón. Sigamos -le contesta el nieto molesto con los derroteros que va tomando la conversación, aunque en el fondo es consciente de lo afortunado que es de haber nacido en esta época.

-Anda bonico, vamos a descansar un rato, y otro día te sigo contando más cosas. Voy a echar un pegaojos, que esta noche tampoco he dormío mucho.

-Vale abuela, yo voy a ponerme con los deberes y luego si quieres te ayudo con los tuyos...

Cuando parece que el silencio se ha hecho dueño de la estancia, el pequeño levanta la mirada de la tarea y afirma con tal convencimiento que pareciera que esté realizando una sentencia:

-Oye abuela, estoy pensando que te acuerdas perfectamente de muchas cosas de entonces, y eso significa que en realidad no era tan malo como lo cuentas. Creo que entonces eras feliz abuela.

En ese preciso instante, en el rostro de la abuela se vislumbra el cansancio, y quizás también la tristeza, un pellizco de tristeza procedente de la añoranza de aquellos tiempos que ya solo existen en su cabeza. Con la mirada perdida en los recuerdos, permanece ausente durante unos segundos hasta que, al fin, sale de su ensimismamiento para contestar a su nieto con un hilo de voz:

-Puede que tengas razón... Con todas las faltas que pasamos, todas las carencias que teníamos, todas las penurias que vivimos, entonces éramos felices, porque teníamos a toda la familia completa. No lo olvides nunca corazón mío, por muchas cosas que tengas, lo más importante, lo que te hará más feliz en la vida es tu familia, tus amigos, las personas que te quieren y a las que quieres, es eso todo lo que más vas a añorar cuando llegues a viejo.

Hazme caso y disfruta lo que puedas de estos años, de tu niñez, de tu juventud, de tu vida. Grábalo todo en tu memoria, para que, igual que estoy haciendo yo ahora contigo, dentro de muchos años puedas compartir tu historia con los tuyos; Para que puedas contarla, el día en que uno de tus nietos te diga: Abuelo, cuéntame cosas de cuando eras pequeño…

  



2 comentarios:

  1. Precioso, tal como lo iba leyendo en mi mente parecia una secuencia de una pelicula. Felicitaciones.

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  2. Me alegro de que te haya gustado. Gracias

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