viernes, 29 de enero de 2021

Un tsunami




... Qué antiguo puede
llegar a ser el futuro.

El infinito en un junco, de Irene Vallejo 





Me quedé corta. De lejos. Pero que muy de lejos. Mis predicciones de diciembre sobre lo que vendría después de "salvar la Navidad" no iban mal encaminadas, pero para mi-nuestra desgracia, estas primeras semanas del año nos han deparado una realidad mucho más grave de lo que nadie hubiese podido imaginar. La curva ya no es una curva. Es una pared, un muro vertical. La tercera ola, o la enésima, nadie sabe ya a ciencia cierta en cuál nos encontramos, ya no es una ola. Se ha convertido en un auténtico tsunami. 


Inauguramos el año con un nevazo de esos que hacen historia, y como todo el mundo sabe aquello de "año de nieves, año de bienes", pues qué duda cabe que lo empezamos con esperanza, con ilusiones renovadas, y con ese inevitable regreso a la niñez que nos provocan siempre las nevadas. Contemplar cómo nieva es, sin duda, algo mágico, una sensación inigualable, única, eso siempre y cuando lo hagas resguardado y al calor del hogar, claro está. El tiempo, al igual que el mundo, parece detenerse. El silencio lo inunda todo, y un inmisericorde manto blanco va cubriéndolo todo lentamente. Muchos dirán que la nieve está sobrevalorada, que no es para tanto eso de pisarla o de hacer muñecos con ella; y que no merece la pena acabar mojado, congelado y con los dedos ateridos por el frío. Quizá, pero lo cierto es que resulta difícil, o al menos a mi me lo resulta, resistirse a pisotearla, a jugar y a hacer figuras con ella, y a realizar un sin fin de fotografías casi monocromáticas que son prácticamente las mismas todos los años. Luego, otro cantar son las consecuencias que padecemos todos varias semanas después de la nevada en cuestión, sobre todo si las temperaturas caen en picado para quedarse en negativo unos cuantos días. En ese caso, esa preciosa e inmaculada capa blanca se convierte en un peligroso bloque de hielo, capaz de poner en jaque al más avezado aventurero que se atreva a salir de casa para ir a trabajar, o simplemente para ir a comprar el pan.

Pues así hemos comenzado este esperado 2021, con una nevada histórica, cortesía de "Filomena", y por si no hubiésemos tenido suficiente con ella, poco después vino a despeinarnos Hortensia. Que digo yo: qué arte tienen los que bautizan a los fenómenos meteorológicos,  que les ponen de cada nombrecito... 

En fin, que Filomena nos dejó nieve, muuuucha nieve, y advertidos estábamos, porque al menos esta vez, los meteorólogos acertaron de pleno. En Munera,  comenzó a nevar un jueves y ya no paró de hacerlo hasta el sábado, llegando a acumularse espesores considerables en muchas zonas. Probablemente aquí estemos más acostumbrados,  pero en otros lugares, sobre todo en la capital, la cosa llegó a ser bastante caótica. Muchos de los que se quedaron atrapados en sus vehículos durante días hubiesen querido volver al 2020, sin pensárselo dos veces, ¡que me devuelvan la entrada, que éste tampoco me gusta!, pero no, me temo que ya no se admiten devoluciones ni cambios, habrá que apechugar con todo lo que nos depare este nuevo año, aunque no haya empezado especialmente bien... 

En verdad,  vaya invierno frío que llevamos, no me lo negarán. Quizás sea esta la forma que tiene la naturaleza de decirnos: ¡quédense en casa, por Dios! Que esto va en serio, por si todavía no se han dado cuenta. 

La buena noticia es que por fin llegaron, aunque a paso lento, las vacunas, esas que mucha gente demoniza e incluso rechaza por miedo a sus efectos, pero que no son, sino el único camino para conseguir la anhelada inmunidad de grupo, y para evitar millones de muertes entre las personas más vulnerables. A miles de ancianos ya les han administrado sus dosis. Las reciben entre aplausos y lágrimas, esperanzados por poder volver a ver pronto a sus familias, por decir adiós a una soledad y a una tristeza que solo ellos saben lo terribles que están siendo. También, puede que con un poco de miedo, pero en esta batalla, la balanza se decanta casi siempre por la vacuna, y vencen las ganas de seguir viviendo, de seguir disfrutando de los años que todavía les esperan. 

También recibieron sus dosis los sanitarios. Orgullos, guardarán las fotografías de ese momento para los restos. Las guardarán, como un pequeño trofeo, aunque no serán necesarias para mostrar a sus nietos su valentía y su fuerza durante todos estos meses; tampoco lo serán para ayudarles a recordar este año tan difícil que se quedará grabado a fuego en sus memorias para siempre. Cansados, hartos, enfadados, tristes... así es cómo se sienten todos ellos después de este periplo que parece no tener fin, pero no por ello han dejado de luchar en ningún momento. Ahí siguen y seguirán, pidiendo responsabilidad a los de arriba, y a los de abajo, dejándose la piel, e incluso la salud, mientras el virus campa a sus anchas, circulando cada vez a más velocidad.

Y otros, esta vez no precisamente sanitarios, decidieron también ponerse la vacuna, aunque no les tocara todavía, pero vaya, alegaron muchos y muy variados argumentos para hacerlo. No fue un hecho aislado. Ni uno, ni dos, ni tres casos. Cientos, que sepamos. Fueron muchos los que creyeron que merecían recibir, antes que los demás, una vacuna que podría haber salvado la vida a personas de riesgo que todavía siguen esperando su dosis. Este tipo de actos  incalificables, y profundamente egoístas son los que hacen que perdamos definitivamente la fe en la humanidad. 

Y hablando de fe en la humanidad... Para darle emoción y vidilla al nuevo año, Estados Unidos protagonizó el pasado 6 de enero uno de los episodios más bochornosos de su historia. El asalto al Capitolio, al que asistimos incrédulos en tiempo real, parecía poco más que una broma de mal gusto. Todo el planeta conteniendo la respiración y observando, desconcertado, las imágenes retransmitidas por televisión, unas imágenes que más parecían sacadas de un capítulo de los Simpson que de la realidad de un país que presume de ser un modelo democrático. Por un momento, todos pensamos que cualquier cosa podía ocurrir, lo peor. Menos mal que las aguas volvieron a su cauce, y todo quedó en un despropósito. Lo cierto es que, suceda lo que suceda los próximos años, el mundo será un lugar mejor sin ese temerario de Trump al frente de la Casa Blanca. 

Son tiempos convulsos los que vivimos, desde luego. La incertidumbre y la inestabilidad parecen haberse adueñado del panorama político y social, y las noticias que nos llegan del exterior, lejos de tranquilizarnos, nos traen preocupantes novedades. Retrasos en el suministro de las vacunas, nuevas y más virulentas cepas que se suman a la fiesta empeorando la evolución de la pandemia, incrementos imparables de los contagios... Se cuentan por millones ya los contagiados por este virus ya casi desbocado,  y  las cifras de fallecimientos son cada vez más estremecedoras. Me pregunto cuántos muertos son necesarios para que nos demos cuenta de la gravedad de esta pandemia. Y me respondo, batida por el pesimismo, que posiblemente, mientras los muertos no sean los nuestros, seguiremos instalados en la ignominia. 

Y es que a estas alturas de la vida, me doy cuenta de que, en general, nos cuesta bastante empatizar con las experiencias ajenas, ponernos en el lugar de los demás. La gran mayoría de las veces, hasta que uno mismo no vive cualquier suceso en propias carnes, y experimenta sus consecuencias, no es plenamente consciente de su magnitud, por mucho que te lo hayan contado antes con pelos y señales.

Con este virus  viene a ocurrir también lo mismo. Todos conocemos casos, enfermos que ya lo han pasado, que nos han relatado sus síntomas, sus vivencias... Pero hasta que el bicho no nos ronda a una distancia lo suficientemente cercana, hasta que no tenemos un familiar, o un amigo contagiado, o simplemente confinado por contacto con un positivo,  no nos hacemos una idea de lo difícil que es lidiar con esta situación. 

Cuando uno recibe una noticia de ese calado, parece que el mundo se desmorona de repente. Sentimientos encontrados fluyen sin control por todo tu ser: incredulidad, incertidumbre, frustración, temor, dudas. Te apremian los interrogantes. El cómo, el dónde y el cuándo te parecen importantísimos, vitales. Intentas hacer memoria de cuándo tuviste contacto por última vez, de con quién has estado en los últimos días, y respiras aliviado al constatar que has guardado las medidas de seguridad en todo momento.

Un positivo en la familia, y de golpe te duele todo. Notas una nube pesada en tu cabeza y sientes como todo tu cuerpo se manifiesta con los más insospechados síntomas. No los notabas hasta hace tan solo unos segundos, y no son otra cosa, que el producto de la sugestión. 

Pensamientos siniestros te abordan, es casi inevitable. La preocupación y el miedo se adhieren a tus entrañas. Preocupación por los demás, no por uno mismo. Miedo al pensar que puedes ser un eslabón más en la cadena de transmisión, la morada ideal para un huésped que puede dejar un rastro siniestro tras su paso, que son los tuyos. Por unas horas, la situación te bloquea.  Las ideas no surgen con fluidez. Das vueltas y más vueltas a todo. Tu cabeza es una olla a presión. No sabes qué hacer, qué no hacer, cómo actuar. El deber se diluye en un territorio inexplorado, opaco, inconsistente. No existen las certezas. Sientes un miedo atroz a que este bicho se cebe con los más débiles. Lo ves a diario en las noticias. Salvo raras excepciones, los mayores de ochenta años no le duran al virus ni un asalto. Te encomiendas al cielo para que ocurra un milagro...

Y ya lo escribí una vez, a veces, los milagros ocurren. O será que esta vez el virus se limitó a hacer un pequeño cameo, o que algunas naturalezas son extremadamente fuertes, quién lo sabe, lo cierto es que ocurrió y dentro de lo malo, no causó demasiados estragos. Y el milagro fue mayor tras conocer el resultado negativo de un test que nos devolvió la tranquilidad perdida. ¡Negativo! Resulta inexplicable, pero parece que hay personas ante las que los bichos no tienen nada que hacer. ¡Bien! Respiras aliviada, te notas liviana, como si el peso que te aplastaba te hubiese liberado de pronto. Habrá que esperar unos días para abrazarnos, pero no importa, sabremos esperar.

Por unos días te gustaría meterte en un agujero, lejos de todo y de todos.  Notas las miradas, temerosas unas, curiosas y escrutadoras otras. Pocos se atreven a preguntar, pero ves el temor en los ojos de los demás, en sus miradas esquivas. El miedo es perfectamente comprensible, no se puede luchar contra él. 

Maldito virus. Esta vez hemos conseguido esquivarlo, pero quizás la próxima vez no sea así. Sigue ahí fuera, latente, deseando aparecer en escena a poco que te descuides. La realidad se impone una vez más, y seguimos batiendo records de contagios a pesar de todas las restricciones impuestas, demasiado tarde, qué duda cabe. Los ecos del pasado mes de marzo reverberan de nuevo en nuestro pensamiento. Parece que aquel infierno se repita de nuevo: Records de contagios, de fallecidos, hospitales de campaña, urgencias saturadas, sonido de ambulancias, UCIS al límite de su capacidad... Esta vez se trata de un verdadero tsunami de dimensiones extraordinarias, un tsunami que va arrasándolo todo a su paso. 

Qué antiguo puede llegar a ser el futuro.. decía Irene Vallejo en El infinito en un junco, un maravilloso libro, de culto para todos los amantes de los libros y la lectura, y que recomiendo encarecidamente. La historia se repite, siempre. El pasado vuelve. Parece que no hubiera forma de impedirlo, como el fluir del tiempo, que nadie puede detener. Quizá sea que esperamos demasiado del futuro, y al final siempre nos acaba decepcionando, o puede que simplemente estemos condenados a repetir nuestros errores.

En cualquier caso, qué ganas de salir de este agujero negro que nos ha engullido casi sin darnos cuenta.

Qué ganas de que salga el sol por fin, y no me refiero solo a que luzca radiante en el horizonte, sino a que de una buena vez, veamos cómo la alegría y la ilusión regresan a nuestras vidas. 

Qué ganas de dejar de escribir sobre virus y pandemias, que es el tema recurrente que acapara hace ya demasiado tiempo, estás crónicas de mis vivencias. 

Qué ganas de dejar atrás esta pesadilla para siempre y de empezar a forjar nuevos sueños.

"Lo imposible debe ser soñado primero, para algún día hacerlo realidad", escribía Irene Vallejo en su Manifiesto por la lectura. Nadie sabe a ciencia cierta si todo esto pasará pronto. Si será posible o imposible dejarlo atrás definitivamente. Si seremos capaces de levantarnos después de esta difícil travesía por el desierto.  Sin embargo, no podemos permitirnos desfallecer. Hemos de seguir caminando con paso firme, afrontando todo lo bueno y lo malo que esté por llegar. Intentando mirar hacia el futuro con optimismo. Dispuestos a mantenernos erguidos, cual juncos flexibles y fuertes.

Lo imposible debe ser soñado primero... Pues hagámoslo. Soñemos... 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Quercus. En la raya del infinito

  "El hombre que olvida sus raíces  no tiene futuro" Rafael Cabanillas Cuando la lectura forma parte de tu propia esencia desde pe...