Acogimos esta nueva normalidad con entusiasmo, deseando retomar nuestras vidas donde las habíamos dejado, aunque también con cierta inquietud, incrédulos quizás al pensar que las aguas podían volver a su cauce sin más. Asistimos ilusionados a la reapertura de negocios, bares, playas, fronteras, y a un irrefrenable aumento de la movilidad, respaldado por numerosos estímulos al turismo, que no deja de ser -queramos o no- uno de los motores principales de nuestro país.
También algunos afortunados regresamos a nuestros trabajos. En mi caso, en cuanto se pudo, reabrimos la biblioteca cumpliendo rigurosamente con los protocolos y avanzando paulativamente hasta recuperar una cierta "normalidad". El rostro medio oculto tras una mascarilla, parapetada tras una mampara, embadurnadas las manos de gel hidroalcohólico cada vez que toco un libro, lavándolas una y mil veces, procurando no tocar nada. Nos hemos acostumbrado a desinfectar con lejía superficies y mobiliario, a empaquetar los libros en cajas cerradas y selladas, evitando manipular ninguno, como si se tratase de paquetes bombas a punto de implosionar. Nuevas normas, prohibiciones y obligaciones, reducción de aforo, de puestos de lectura, de servicios... una serie de cambios duros y, desde luego necesarios, que han transformado mi lugar de trabajo y lo han convertido en un sitio casi desierto y silencioso. Es muy triste ver así la biblioteca, aunque también lo es salir a la calle dejando atrás este ambiente profiláctico, para encontrarte con las terrazas abarrotadas de gente sin mascarilla, deseosa de resarcirse de tantas semanas de privaciones.
Y es que una vez instaurada esta nueva normalidad, aunque con el miedo todavía metido en el cuerpo, comenzamos a salir poco a poco, a reanudar nuestros viejos hábitos, y a volver a vivir este sucedáneo barato de nuestra anterior existencia. Nos dieron unas instrucciones a seguir bastante claras y sencillas: mascarilla, lavado de manos y distanciamiento social, y nos ofrecieron aquella ansiada libertad que muchos reclamaban... ¡Vamos, todos a la calle, muévanse! Son ustedes los dueños y señores de sus actos, y como ya son ustedes mayorcitos, demuestren ahora su nivel de sensatez, y actúen con responsabilidad. Y ahí... ahí me temo que la cosa comenzó a torcerse.
No nos engañemos, el virus nunca se fue del todo, ha seguido aquí, entre nosotros todo este tiempo, haciendo de las suyas, aunque claro, los mayores, más vulnerables al mismo, supieron protegerse y alejarse del peligro. Los más jóvenes en cambio, por esa osadía congénita tan propia de la juventud, pues digamos, que en lugar de alejarse, lo buscaron, o al menos propiciaron el encuentro. Muchos, la mayoría, por suerte para ellos, no se dieron ni cuenta de que el bichito se volvía con ellos a casa, aunque alguno de sus familiares por desgracia sí lo hicieron. Si todos esos famosos asintomáticos que, haciendo caso omiso de las recomendaciones sanitarias, se han prodigado en fiestas, botellones, abrazos y exaltaciones de amistad, hubiesen pensado un poquito más en proteger a las personas vulnerables, y por ende, a todos nosotros como sociedad, seguramente hoy no estaríamos donde estamos, otra vez.
La comunidad científica, e incluso los responsables políticos, piden a los jóvenes prudencia, solidaridad para con sus-nuestros mayores, ante el aumento de casos de manera descontrolada y el descenso, más que evidente, de la media de edad de los contagiados. Los datos confirman una realidad que es incuestionable, y aunque por supuesto, no todos los jóvenes son unos irresponsables, la conjugación de juventud, fiestas, botellones, o discotecas son el caldo de cultivo propicio para originar uno de esos temidos brotes.
Sin embargo, los empresarios del ocio nocturno se sienten criminalizados por unos comportamientos que creen aislados, y de los cuales no se consideran responsables, y reclaman ayudas ante las cuantiosas pérdidas que les ocasionan la reducción de horarios o de aforo. Lo mismo les ocurre a los hosteleros, que ven como los turistas extranjeros se han quedado este año en casa y los españoles no son suficientes para mantener sus negocios abiertos. En definitiva, un equilibrio inestable, casi imposible de conseguir cuando entran en juego dos variantes tan opuestas en una pandemia como son salud y economía.
Algunos también ponen en el punto de mira en los inmigrantes y temporeros ante la sucesión de casos positivos entre estos colectivos. ¿Acaso alguien dudaba de que los contagios se extenderían entre personas que se ven obligadas a vivir hacinadas, en condiciones donde la higiene y la distancia social son casi imposibles? Y es que, las pandemias es lo que tienen, sacan a la luz las miserias de la sociedad, todo aquello que parecía invisible a los ojos de los ciudadanos de bien, pero que siempre estuvo ahí.
Muchos llegamos a pensar que de esta situación saldríamos más fuertes, que esta pandemia nos cambiaría, removería conciencias dormidas y pondría de manifiesto que este mundo global que hemos construido, (o que nos han construido con nuestro beneplácito, qué más da), no puede sostenerse más. Pensamos que nos daríamos cuenta de que esta es una de las consecuencias directas (y por cierto ya años augurada por científicos, que no por profetas) de que el planeta se extingue bajo nuestras huellas, y con él todos nosotros, aunque sigamos aletargados pensando que el problema no va con nosotros.
Parecía que lo habíamos visto todo, pero no, en estos tiempos convulsos son muchas las imágenes y noticias que nos sorprenden y que nos siguen dejando boquiabiertos. Fallecidos enterrados en fosas comunes, cadáveres tirados por las calles o sin reclamar, crematorios portátiles, interminables colas del hambre, líderes mundiales haciendo comentarios sobre las cualidades de ingerir lejía, "casi" sin despeinarse, y centenares de acólitos seguidores que no sabría muy bien cómo calificar, probando en carne propia los beneficios de dicho desinfectante. Los que niegan la pandemia, los que dudan de la efectividad de las vacunas, e incluso afirman que nos inocularán con ellas un microchip, los que creen a pie juntillas las teorías conspiratorias. Los que mantienen que con una mascarilla nos quieren tapar la boca y el pensamiento, los que celebran fiestas para contagiarse, los que culpabilizan a Bill Gates... ¿Quién da más? No sé qué me produce más aversión, si estas descabelladas teorías en sí mismas, o la gran cantidad de personas que se las creen a pie juntillas, sin cuestionarlas siquiera.
Y mientras todo esto ocurre en el mundo, intentamos seguir con nuestras vidas en nuestro pequeño pueblo, (del que por cierto, muchos se han acordado este verano para pasar sus vacaciones), alejados de virus, y de brotes, disfrutando de esta apacible tranquilidad, cruzando los dedos para que no surja ningún positivo que haga tambalearse nuestra plácida existencia.
Seguimos las recomendaciones sanitarias. La gran mayoría cumplimos escrupulosamente con el uso obligatorio de la mascarilla (aunque muchos de los que en su día criticaron la falta de las mismas renieguen hoy de su uso obligatorio), y ahora, solo ahora somos conscientes de lo molesto que es llevarlas con este calor apenas unos minutos, y de lo insufrible que debe ser soportar una o incluso dos mascarillas, una encima de la otra, durante doce horas seguidas, como viene haciendo el personal sanitario. Nos saludamos con el codo, nos hablamos sin acercarnos demasiado, a veces sin detenernos, manteniendo las distancias, nunca mejor dicho, algo muy difícil en una cultura como la nuestra en la que el contacto físico y las muestras de cariño forman parte de lo cotidiano. Cuántos besos y abrazos rotos, aplazados nos ha robado este virus... Cuántos miedos ha sacado a la luz, cuántos estigmas y cuántas injusticias.
También esta nueva normalidad nos ha robado las celebraciones, muchas, muchísimas bodas, comuniones y grandes eventos han sido suspendidos, y también se han cancelado la gran mayoría de las fiestas y ferias, tan queridas y esperadas por todos a lo largo del año. Hemos aceptado estas ausencias con pena, pero también con resignación, como un mal menor necesario y conveniente. Al fin y al cabo, estamos en verano, y en verano parece que todo se ve de otro color; el sol, la luz, el buen tiempo, nos invitan a salir de casa, a pasear, a viajar... Sin embargo, la estación pronto tocará a su fin y nos espera un largo invierno en el que tendremos que lidiar con múltiples circunstancias que harán, sin duda, muy difícil atisbar la luz al final del túnel.
La vuelta al cole es inminente, y son muchos los miedos y recelos de padres y profesores hacia unas clases llenas de niños en las que será francamente difícil afrontar el curso escolar con una mínima normalidad. Hay quien piensa que ni siquiera deberían volver a las clases presenciales, y aunque yo también comparto esta preocupación, pienso que hay ser conscientes de que esta situación persistirá durante todo el curso, y no estoy segura de que aquellos reacios al regreso a las aulas estén de acuerdo con que se impartan clases online hasta junio, con todo lo que ello implica en lo relativo a conciliación, brecha digital y demás. Así las cosas, es importante saber que nadie tiene todas las respuestas, y que en esta situación jamás vivida debemos estudiar con detenimiento todas las variables, teniendo en cuenta las consecuencias que puede conllevar cada decisión.
Porque, en verdad, el mundo tardará mucho tiempo en volver a ser el mismo, o quizás ni siquiera llegue a serlo, pero lo que está claro es que todo aquel que aún no lo haya hecho, debería ir acostumbrándose a esta nueva vida, porque mucho me temo que amenaza con quedarse un largo espacio de tiempo. Lo verdaderamente importante es que cuando eso ocurra, todos nosotros estemos ahí para celebrarlo juntos y recuperar todas esas cosas que ahora tanto echamos de menos.
Esperamos, como agua de mayo, la llegada de una vacuna milagrosa, mientras las farmacéuticas buscan a la carrera ser las primeras en encontrarla. Pero una vez hallada, no deja de causarme desazón la manera y el tiempo en que esa salvadora de vidas llegue a todos los rincones de la Tierra. Quisiera pensar que será universal, y que aquellas no buscarán enriquecerse, aunque en este punto, siento decir que no soy demasiado optimista.
Son cada vez más negros los pensamientos que me abordan en este tiempo de calma que parece preceder a la tormenta. Día tras día siguen aumentando de manera imparable las cifras de contagiados, de fallecidos, de ingresos hospitalarios... Cifras preocupantes con las que regresan otra vez el miedo y la incertidumbre que vivimos en marzo, y que nos hacen plantearnos si seremos capaces de reconducir la situación, o si la trágica realidad nos engullirá de nuevo como un depredador implacable. Porque, aunque algunos aún no se hayan dado cuenta, si cada uno de nosotros no pone un poquito de su parte y procura no tomarse a la ligera las recomendaciones sanitarias, parece que estamos condenados a repetir los errores del pasado, avocados sin remedio a una segunda ola.
Y esta vez no podremos culpar del desastre a ninguna manifestación, mitin, ni partido de fútbol. Esta vez cada cual tendrá que asumir, en mayor o menor medida, su parte de responsabilidad.
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