
“Ojalá nunca seas de nadie
ni tú poseas a nadie.
Y cuides con ternura de igual manera
que tú quieres que te traten"
Mary Rozalén
Eres mía. Tan mía como esta barba que me afeito cada noche.
Mía, como esta chaqueta vieja que apenas me sirve ya para aplacar el frío.
Mía, como estas manos con las que aprieto tu garganta.
Mía, como esa criatura que duerme en su cuna, ajena a tus gritos y sollozos.
Eres mía, solo mía.
...
Era domingo, casi medio día. La encontraron acurrucada en los soportales de la plaza. Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí. Una presencia invisible con el rostro surcado de lágrimas. Temblaba, quizá no tanto de frío, como de miedo.
¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Ella señaló el cartel donde rezaba el teléfono de la policía.
Salió de casa con lo puesto, sin zapatos ni abrigo. Apenas unas palabras en español, las suficientes para contar su tragedia. A veces, no hacen falta los idiomas ni los traductores para entender. La palma abierta que se estrella furiosa en la cara, dos manos estrechando su cuello. Sobran las palabras. Hablan sus ojos, empañados en lágrimas. Su cuerpo, que se estremece mientras revive la pesadilla. Parece una niña perdida y asustada.
Mientras esperan la llegada de sus salvadores, dirige una y otra vez su mirada temerosa hacia una sola dirección: el camino a casa. La que ha sido su casa los meses que lleva en España. Allí donde ha quedado su bebé, que aún no ha cumplido un año y un marido que ya apenas reconoce.
Atrás quedaron el trato amable y el amor con el que un día ese hombre le hizo soñar con una nueva vida, con una vida mejor en un nuevo país.
Atrás quedó su familia. Lejos, a miles de kilómetros, la mujer que le dio la vida. Daría cualquier cosa por estar junto a ella en este momento. Quiero ir con mi madre, repite. Con mi madre...
La última vez que la vieron se subía al coche patrulla. Se agarraba con fuerza a la manta que la envolvía. Segundos antes les dio las gracias entre lágrimas. Mucha suerte, le contestaron y una triste sonrisa apareció en su rostro. La estrecharon entre sus brazos. Los abrazos tampoco entienden de idiomas ni países.
La observaron mientras se alejaba, enmudecidos. Con el corazón encogido. Conscientes de haber sido testigos de un drama terrible de final incierto.
Un futuro tan incierto, como el de tantas mujeres que retiran la denuncia nada más salir del juzgado. Tan resbaladizo, como el de aquellas que ni siquiera llegan a denunciar a sus maltratadores. Tan terrible, como el de aquellas que escuchan de sus propias madres: "Hija mía, haz caso a tu marido y sigue con él. Tu lugar está ahora con el hombre que con el que te casaste".
Así de triste, así de cruel.
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