Emprendo un
doloroso viaje hacia el este para encontrarme con ella por última vez, aunque
tengo la vaga certeza de que en mi destino, no sólo hallaré su cuerpo inerte, sino que el pasado también aguarda
implacable mi llegada para hundir sus afiladas garras en mi ser, para recordarle
a mi alma dormida lo que ya nunca podré olvidar.
Como sumida
en una borrosa ensoñación, camino lentamente por el marmoleo recibidor, una
inmensa estancia, luminosa, casi
cegadora… una metáfora del reino celestial que nos aguarda, me digo a mí misma
con ironía. Franqueo la puerta de la sala en la que yace su cuerpo y las
fuerzas flaquean. Tomo aire, siento como todos mis músculos se tensan, y de
repente me invade una confusa sensación de irrealidad. En cuestión de segundos soy recibida por una
nube de lágrimas, abrazos, besos, caricias… los cuerpos se funden como si el
contacto ayudara a digerir el amargo momento.
Frente al
ventanal, sentados en fila con la mirada perdida y el rostro desencajado, se
encuentran sus hermanos, los pocos que le han sobrevivido. Fueron una familia
grande, de las de antaño. Nueve hijos, uno detrás de otro, llegados al mundo en
una casa más que humilde, en un pueblecito manchego tan bonito como cualquier
otro… aunque para ella, siempre fue el mejor.
No quiso Dios que volviese a
despedirse de él, de su amado pueblo del que emigró hacía más de cuarenta
años. La tierra de sus raíces que tanto
quiso, la vio partir un día hacia una preciosa villa costera donde transcurrió
su vida, y en ella, le sobrevino también su prematura muerte.
Atrás
quedaron una niñez con demasiadas carestías,
años de trabajo y sufrimiento… Atrás quedó una vida nada fácil, que
lejos de arredrarla, la hizo más fuerte; ajena siempre a las dificultades, o
quizás plenamente consciente de ellas, desterró la palabra miedo al último
confín de su cerebro, se puso el mundo por montera, y caminó con paso firme y
decidido para acabar viviendo una vida intensa y plena, una vida feliz… aunque
demasiado corta. Cómo se pasa la vida…
Instintivamente
mi mirada se dirige hacia el cristal, y ahí está ella, o lo que queda de ella,
porque ya no es sino la sombra difusa de la persona que fue. Una neblina turbia inunda mis ojos, el suelo
se abre bajo mis pies, y contemplo consternada el abismo. La miro, no puedo
dejar de mirarla, aunque en realidad no la veo. En mi cerebro se suceden otras
imágenes y nada tienen que ver con las que se proyectan en mi retina en este
instante. Los recuerdos afloran de manera irracional, sin orden ni concierto…
la memoria es caprichosa a veces, selectiva siempre…
Un patio
lleno de niños correteando, felices por el dichoso reencuentro que se producía
siempre en fechas señaladas, en vacaciones,
o en la feria… un enjambre de críos ajenos a
los sin sabores de la existencia. Treinta años después apenas reconozco
sus rostros en los adultos que ahora me rodean;
sin embargo, sus miradas ya no son las mismas. Aquella armoniosa
felicidad, aquella bendita inocencia ha dejado paso a una serena melancolía, a la desoladora
certidumbre de la inconsistencia de la vida y a la permanente conciencia de la
muerte… al inmenso dolor que conlleva cada pérdida y cada despedida. Cómo
se viene la muerte…
Dejaron de
ser niños para convertirse en padres, aquellos que un día retozaban alegres en
aquel patio que ya sólo existe en mi memoria. Un patio encalado una y otra vez,
con sus cintos recortados primorosamente por ellas, por las mujeres de la
familia; una parra que lo cubría por completo procurándonos una generosa sombra
en el verano, y cuyas enormes hojas tapizaban el suelo en otoño; una higuera
recostada junto a la tapia a la que subíamos intrépidos, sin ningún temor ni
precaución; un pozo, resguardado por una vieja puerta de madera y cercado por
un oxidado cerrojo para evitar que escapara la temida “tentación”.
Cuántos
recuerdos conservo de aquella casa, cuántas imágenes incrustadas en la memoria...
Sabores irrepetibles como aquellas rebanadas de pan, vino y azúcar; olores
mágicos como aquel aroma de alcanfor que inundaba las estancias cuando se abría
alguno de aquellos antiguos baúles, aquellos misteriosos arcones que aguardaban
impasibles el paso del tiempo y atesoraban las imborrables huellas de épocas
pasadas... o como el tacto frío de aquellos sofás de escay en los que recuerdo sentados siempre a mis abuelos, como
hieráticas estatuas enfrentadas, flanqueando ambos la pequeña estufa de leña
que calentaba la salita.
Abrazada por
la melancolía, mi memoria se pasea por la sala como en una película de cine
mudo: la tarima, la mesa camilla, las sillas, las alacenas, las fotografías en
blanco y negro… recorro el largo pasillo que desemboca en aquel maravilloso
patio para avistar las sillas de enea en las que nos sentábamos a tomar el
fresco las calurosas noches de julio, y en el que jugábamos y jugábamos sin
descanso: A la zapatilla por detrás, tris tras, ni la ves ni la verás, tris
tras… ¡Las plantas!.. ¡El balón!, ¡El ruido!, ¡Los abuelos duermen!... Aquellas
mujeres se afanaban en la limpieza mientras los pequeños disfrutábamos de lo
que para nosotros no era sino una fiesta, el dichoso reencuentro de tantos
primos como éramos. Tardes de juegos interminables en las que acabábamos
exhaustos, quizás más cansados incluso que nuestras madres… Qué terrible que ya
sólo nos reunamos para llorar a nuestros
muertos.
Estoy aquí
sentada, perdida en el pasado, añorando aquella infancia despreocupada en que
no faltaba ninguno de los nuestros. Hoy, son ya muchos los que no están; uno
tras otro se fueron marchando, dejándonos heridas que sólo el tiempo ha conseguido
cicatrizar, aunque nunca borrar. Me estremezco al pensar en todos ellos, quizás
sea lo más difícil de crecer, de envejecer, el convertirse en testigos
impotentes de tantas partidas...
Existen
personas como ella, cuya ausencia, lo ocupa todo ahora que no están, un vacío
desmesurado fruto de la que fue, una presencia grande y poderosa; seres cuya energía se
percibe desde lejos, cuya luz ilumina cualquier día nublado… Ahora que no están
nos aferramos a su recuerdo, rememoramos fragmentos de nuestro pasado común,
momentos imborrables que siempre
impregnarán nuestra existencia y sin los que, hoy por hoy, no seríamos lo que
somos.
Cuánta
verdad emboscada en aquellas famosas
coplas:
Recuerde el alma dormida,
avive
el seso e despierte
contemplando
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte.
Esta Rosa se marchitó,
demasiado pronto, demasiado rápido,
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