Antoine de Saint-Exupéry
Quizás alguien pudiera pensar que en una biblioteca las horas transcurren plácidamente, que se trata de un lugar detenido en el tiempo, un vestigio del pasado donde nunca pasa nada. Recuerdo que en una ocasión, una chica a la que acababa de conocer me dijo: ¿Trabajas en una biblioteca? Pues qué aburrimiento ¿no? Supongo que al ver la expresión de mi cara, (que no sabría decir ahora si fue de desconcierto, o si simplemente la fulminé con la mirada), no le hizo falta esperar mi respuesta. Emprendió la retirada, para no volver a acercarse a mí en todo el día. En aquel momento me dije: esta chica no ha pisado una biblioteca pública en su vida...
No voy a negar que haya momentos, en que la biblioteca sea ese remanso de paz que buscan los amantes de los libros, los estudiantes, o los que adoran el silencio. Ahora bien, de aburrimiento, nada de nada, o al menos a mí no me da tiempo a aburrirme. Porque, si ustedes son de los que acuden asiduamente a una biblioteca pública, sabrán que esa imagen apacible se aleja muchas veces de la realidad. Habrán podido comprobar que estos templos del saber, tienen a menudo un trasiego constante de lectores grandes o pequeños, inquietos, ruidosos, alborotadores y de todo tipo, los cuales no hacen otra cosa, que dar vida a cualquier biblioteca que se precie.
Quizás se sorprendan si les cuento que los niños acuden felices a los clubes de lectura.
─Todavía no es la hora, faltan aún quince minutos ─les dije a un par de niños de 4º el primer día que asistieron después de la pandemia.
─Ya, es que estábamos deseando venir... ─me contestaron, con la sinceridad de la que solo los niños son capaces. Una respuesta que me conmovió y que me dan ganas de anotar, y enmarcar, para tenerla bien cerquita cada vez que me visite el desaliento.
En verdad, qué a gusto vienen. Qué extraordinaria experiencia escucharles leer y verles disfrutar de las lecturas. Qué privilegio aconsejarles libros y animarles a leer.
Y qué decir de mis pequeños oyentes de La hora del cuento, a los que he visto, y veo crecer año tras año. Esos que vienen tan pequeñitos, tan callados, tan tranquilos las primeras semanas y que poco a poco van tomando confianza, desmelenándose completamente con el paso de los meses.
El primer día les digo: Me llamo Mª Nieves, no me vayáis a confundir con Blancanieves, que ya me ha pasado... y se parten de la risa. Pero sí, muchos me siguen llamando Blancanieves.
Les cuento, además, que no solo tenemos qu alimentar el estómago, también tenemos que alimentar el cerebro. ¿Y con qué se alimenta el cerebro?, les digo. Pocos saben contestar correctamente a esa pregunta, que intento que aprendan cuanto antes: con cuentos y más cuentos. Cuentos que espero y deseo que algún día se conviertan en novelas, en ensayos, en poemarios, o en cualquier género literario que tenga forma de libro y que realmente pueda servirles para alimentar sus pensamientos y sus almas, para crecer como personas y sobre todo, para hacerlos libres.
Estoy segura de que los amantes de la lectura, coincidirán en que los libros son un verdadero refugio ─más aún, en estos últimos tiempos─ y en que son un necesario alimento para el alma. Yo hace mucho que lo descubrí, y desde entonces, creo fervientemente en su poder. Por ello, no dejo de recomendar este remedio fácil, barato y natural.
Albergo la esperanza de que estos niños que acuden a la biblioteca a por su ración semanal de cuentos, encuentren en la lectura y en los libros, el refugio y la compañía que yo encontré en ellos, y que descubran (al igual que le ocurrió a ese personaje inolvidable de Matilda) que gracias a los libros, ya nunca volverán a estar solos.
Es un verdadero regalo ser testigo de sus avances, ver cómo crecen mis pequeños, cómo van cambiando sus cuerpos, sus caras, su carácter... con el paso de los años. Verlos disfrutar con las historias que les cuento. Verlos dormirse literalmente (ya he perdido la cuenta de los niños que han sucumbido al sueño durante mis sesiones). Verlos marcharse de la biblioteca cargados de libros, de cuentos, de ese alimento insustituible y más necesario que nunca.
Qué experiencia maravillosa contar cuentos. ¿Que no lo han probado? Pues háganlo, se lo recomiendo. No hace falta saberlos de memoria (aunque al final una de tanto repetirlos acabe por aprenderlos). No hace falta ser la mejor de las oradoras, ni disfrazarse de actriz, ni hacer ningún máster, se lo garantizo. Lo único que hace falta son las ganas de contar, de contagiar el amor por la palabra, de disfrutar compartiendo lecturas.
A menudo, tras el consabido colorín colorado de rigor, recibo una ovación de mis queridos niños, aplausos, que como siempre digo, me saben a gloria bendita.
─Habéis sido un público maravilloso ─les digo, y vuelvo a escuchar sus risas (siempre quise decir esa frase que pronuncian los profesionales en los teatros). Y es que contando, me convierto en otra persona, en los personajes a los que doy voz; me vuelvo un poco payasa y doy rienda suelta a esa contadora de cuentos desinhibida y confiada que ya no hay manera de ocultar cuando tengo enfrente a un montón de niños atentos a mis palabras y a mis gestos.
Muchas veces me los encuentro por la calle, o por el parque, y corren a saludarme desde lejos, gritando mi nombre. Se abrazan a mis piernas felices y yo, los envuelvo con mis brazos desde arriba, reprimiendo las ganas de ponerme a su altura para abrazarlos bien fuerte, y comérmelos a besos.
"Encuentra un trabajo que te guste, y no tendrás que trabajar nunca", le he repetido siempre a mi hijo desde pequeño. Yo, que soy muy de frases hechas, de citas literarias y de refranes, le dejo caer esta, como el que echa el anzuelo y se dispone a esperar a ver si pican. Aún así, también le insisto siempre en que, sin esfuerzo no suele haber recompensa, y por mucho que te guste tu oficio, por mucho que disfrutes haciéndolo, será necesaria una buena dosis de empeño y dedicación, si aspiras a hacerlo medianamente bien.
El sitio de mi recreo se convirtió un día, hace ya muchos años, en una biblioteca, en ese mágico lugar en el que pueden suceder millones de cosas. Donde uno puede viajar a sitios extraordinarios. Un lugar donde se nos brinda la oportunidad de aprender a conocernos y a comprendernos mejor. Donde cualquiera puede descubrir en el testimonio de otro, su propia historia. Donde reconocerse en las palabras y los pensamientos ajenos. Y en este maravilloso lugar, sigo sembrando en mis niños pequeñas semillas, unas semillas que espero, den sus frutos en un futuro no muy lejano.
¿Acaso me tomarán por loca, cuando me pongo a hablarles de las grandezas de la lectura y de la imperiosa necesidad de leer en este mundo de móviles, tablets y videoconsolas? Esa pregunta me hago a menudo, y aunque la respuesta pudiera llegar a ser afirmativa, ¿no creen que merecerá la pena, si al menos una pequeña parte de estos niños se convirtieran en lectores?
Tienen ustedes un auténtico paraíso a la vuelta de la esquina, no desaprovechen la oportunidad, y conviértanlo, cuanto antes, en el sitio de su recreo.
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