Fernando Pessoa
Llegó Navidad de nuevo, casi sin enterarme. Parece mentira que haya pasado un año, pero aquí estamos una vez más, rodeados de guirnaldas y villancicos, inmersos en unas fiestas que no acaban de parecerse a las que conocíamos allá por 2019. Segundas navidades pandémicas, que algún día espero poder contar a mis nietos como una batallita más, y a pesar de la resignación, hoy más que nunca, no puedo dejar de invocar a esa "magia de la Navidad" de la que tanto se oye hablar en la televisión.
Quién pudiera hacer magia... Chasquear los dedos y hacer desaparecer todo lo malo del mundo, encerrar en el cajón del olvido las preocupaciones, los miedos y, sobre todo, el dichoso covid-19. Cerrar los ojos y al abrirlos, comprobar que todo fue un mal sueño. Sí, quién pudiera despertar de una buena vez de esta pesadilla.
Hace meses que me propuse no volver a escribir sobre este tema, más que nada por hartazgo y aquí estoy por enésima vez, desahogando mi decepción en estas líneas. No estoy segura de que decepción sea la palabra adecuada, quizás lo sean enojo o pena, o las tres juntas, qué se yo. Pero lo cierto es que la explosión de contagios de los últimos días ha supuesto para todos un nuevo jarro de agua fría cuando creíamos que la cosa estaba ya casi bajo control. Llevábamos semanas escuchando noticias alarmantes en todo el mundo, y como las veces anteriores, no nos dimos cuenta, o simplemente no quisimos ver la que se avecinaba también aquí.
Porque en efecto, finalmente Ómicron ha llegado a todos los rincones del planeta. Claro que con ese nombre que bien podría ser de algún villano de Marvel, a nadie le extraña su virulencia, o mejor dicho, su facilidad para el contagio, que es lo que parece hacer tan peligrosa a esta nueva variante del virus. El que provoque síntomas tan parecidos a los del resfriado, posiblemente explique que Ómicron haya campado a sus anchas durante semanas, para acabar desatando esta imparable ola de contagios. Sea como fuere, lo cierto es que la Nochebuena se presentó este año con una curva de contagios casi vertical. Esta esperada noche, una de las más especiales del año, no fue para muchas personas ni buena, ni mucho menos especial. Este año no hizo falta buscar allegado en el diccionario. Lo que media España buscaba desesperadamente eran test para poder descartar un posible positivo y cenar moderadamente tranquilos con sus familias.
Con test o sin ellos, se cuentan por millares las personas contagiadas y aisladas en todo el país. Personas que se han visto obligadas a vivir en soledad estos días tan entrañables y para las que, no me cabe duda, estas navidades estarán siendo unas de las más tristes de sus vidas. Cada día nos llegan noticias de nuevos positivos entre nuestros amigos, conocidos, o familiares. Ante este panorama, solo nos queda confiar y desear que todas ellas logren superar la enfermedad de la mejor manera posible y que les sea leve y llevadero ese confinamiento forzoso que ya no pilla de nuevas a casi nadie, pero que en estas fechas tan señaladas, resulta más duro, si cabe.
Por desgracia, para muchos la Nochevieja no distará demasiado de la pasada Nochebuena. Los contagios continúan al alza, y son el tema estrella de conversación. El cerco se estrecha para aquellos que todavía no hemos padecido la enfermedad. Hemos esquivado el virus durante meses, asustándonos ante cualquier síntoma, y ahora parece estar más cerca que nunca. En el fondo, supongo que hay una parte de todos nosotros a la que no le importaría contagiarse de una buena vez, para dejar atrás tanta incertidumbre, aunque, sabiendo cómo se las gasta este virus a veces, pronto desechamos ese pensamiento.
No sé si le pasará a todo el mundo, pero a veces me sorprendo pensando con incredulidad en todas las cosas que estoy viviendo o que he vivido. Me parece mentira que mi padre nos falte ya trece años, que muchos de mis tíos hayan fallecido, o las trágicas circunstancias que rodearon la muerte de algunos de ellos. Y tampoco pensé jamás que viviría una pandemia de estas características. Pandemias como la peste, el cólera o la mal llamada gripe española, quedan ya demasiado alejadas en el tiempo para continuar presentes en el imaginario popular. Pero deberíamos haber aprendido ya que, tarde o temprano, la historia acaba repitiéndose. Supongo que, al igual que nos ocurre con la muerte, nunca estaremos preparados para aceptarla.
Por si no teníamos bastante con la pandemia, este año también nos ha sorprendido con un hecho tan insólito como la erupción de un volcán en La Palma. A pesar de estar casi anestesiados con todas las imágenes y la cobertura mediática que se le ha dado a este desastre natural, todavía me resulta increíble haber asistido en tiempo real al poder destructor de esta erupción. Increíble el contemplar cómo las enormes montañas de lava avanzaban a paso lento devorando edificios, calles, carreteras, cementerios... Increíble pensar que pueblos enteros quedaron sepultados bajo la lava, y con ellos, las vidas y hogares de cientos de personas. El poder de la naturaleza es indómito, y poco o nada podemos hacer ante sus caprichos, ya se trate de volcanes, terremotos, huracanes, o crecidas de ríos. Seguimos instalados en nuestra autocomplaciencia y no alcanzamos a comprender el motivo por el que estos desastres vienen a perturbar nuestra plácida existencia. Nos olvidamos siempre de que la naturaleza sigue sus propias reglas y es siempre la que tiene la última palabra.
Con todo, nos preguntamos con desazón qué nos deparará el nuevo año. Por estas fechas se ponían en España las primeras vacunas, unas vacunas que han salvado millones de vidas, aunque algunos se empeñen todavía en negar la evidencia. Era el principio del fin, pero doce meses después, no hemos conseguido llegar a ese deseado final que se empeña en alejarse sin remedio una y otra vez. De seguir con los datos de estos días, no albergo dudas de que en enero nos espera un horizonte nada halagüeño: cientos de miles de contagios, la saturación de la sanidad (si es que no lo está ya, con unos profesionales agotados y literalmente desbordados), clases no presenciales, teletrabajo... Es probable que todo esto ocurra, pero haciendo acopio de mi talante optimista, ¿llevarán razón aquellos virólogos que afirman que la pandemia está cada vez más cerca, una vez que esta cepa se extienda de manera generalizada? Con este deseo finalizo mi último Anaquel de 2021, albergando la esperanza de que el fin de la pandemia tenga los días contados.
Estamos agotando las últimas horas de este año tan complicado. En estos meses nos han dejado muchas personas a las que admiramos y otras cuya pérdida hemos lamentado profundamente por su desmesurada injusticia. Cuando las ausencias llegan demasiado pronto, son especialmente dolorosas y nos recuerdan lo que verdaderamente importa en la vida: nuestros seres queridos, nuestros amigos y todas las personas que hacen bonita nuestra existencia. Hace mucho que aprendí esta importante lección, y es por ello, que siempre pido salud, mucha salud para todos aquellos que me acompañan en este azaroso viaje que es la vida. Ojalá sigan caminando a mi lado muchos años más. ¿Qué mejor regalo se puede pedir?
Quizás esta Navidad esté siendo más negra que blanca. Quizás el año no comience tampoco demasiado bien. Pero este viernes, cuando el reloj marque las doce estrenaremos un nuevo calendario. Doce meses por delante, cuatro estaciones distintas, fechas y fiestas que se repetirán de nuevo en esta noria llamada vida que gira y gira sin parar. Seguiremos girando, quién sabe hasta cuando, ni en qué circunstancias, pero continuaremos adelante, siempre adelante, despidiendo años y dando la bienvenida a los nuevos, en un continuo déjà vu.
Qué bien lo escribe Pessoa...
Tendremos a cada vuelta la certeza de estar siempre comenzando, la certeza de que hay que seguir, y la certeza de que seremos interrumpidos antes de terminar.
Y con todas estas certezas:
Hagamos de la interrupción un camino nuevo,
hagamos de la caída un paso de danza
hagamos del miedo una escalera, del sueño un puente,
de la búsqueda... un encuentro.
Doy gracias por habernos encontrado.
Feliz vida a todos.
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