lunes, 16 de marzo de 2020

Como una película





Esto no puede estar pasando... Eso me digo últimamente, perpleja e incrédula ante los acontecimientos que nos sobrevienen día tras día. Pero sí, está pasando, y aunque todo esto que estamos viviendo pareciera sacado de cualquier película apocalíptica, o de alguna mente fantasiosa, es tan real como sobrecogedor.

Desde hace semanas, estamos asistiendo en vivo y en directo a la propagación de un virus, que apareció por primera vez en una remota región de China de la que muchos no habíamos oído hablar, y que en tiempo, record ha conseguido atravesar numerosas fronteras y propagarse por más de 120 países de todo el mundo. Durante todo este tiempo, hemos observado atónitos como el dichoso bichito hacía de las suyas en diferentes países, acercándose cada vez más al nuestro; recibimos incrédulos las noticias que llegaban desde Italia, y vimos como la cosa se desmadraba, pero aún así, supongo que no fuimos realmente conscientes de las dimensiones del abismo al que nos precipitábamos sin remedio. Los medios de comunicación, nos han despertado a diario con sombríos titulares, que no han hecho sino aumentar una imparable y creciente alarma social, aunque al mismo tiempo, las autoridades nos pedían calma, por encontrarnos -nos decían-, en la fase de contención de la epidemia.

A día de hoy, admito que no sabría decir en qué punto del camino nos perdimos, pues hemos pasado de relativizar y quitar hierro a esta enfermedad, "semejante a una gripe sin importancia", a la declaración oficial del estado de alarma en todo el país, para atajar lo que califican de pandemia y grave crisis sanitaria,  algo desde luego insólito y preocupante que a muchos (que no a todos, según parece) nos ha abierto los ojos sobre la verdadera magnitud de esta emergencia de salud, que quizás nos debimos tomar más en serio desde el principio. Palabras como pandemia, colapso del sistema o muertos, (cifras de fallecidos que tristemente siguen creciendo) nos han hecho ver que esto no es ninguna broma y que las dimensiones del desastre pueden ser desmesuradas si no hacemos, cada uno de de nosotros, un ejercicio de responsabilidad.

Como tantas otras veces, han surgido las teorías conspiratorias: se habla de un virus  mortal creado en un laboratorio expresamente con ese fin. Las descarto por ridículas y paranoicas, ¿o quizás no lo sean tanto? Hace unos años leí Inferno, de Dan Brown. En esta novela el autor pone el foco de atención en la superpoblación mundial, que alcanza ya los 7.500 millones de personas, unas cifras que siguen aumentando año tras año, y diezmando en la misma medida los recursos con los que cuenta nuestro planeta. Plantea Brown un escenario, en verdad apocalíptico, en el que un científico loco pretender acabar con esta superpoblación liberando un virus capaz de originar una pandemia mundial. Cuando leí el libro, reconozco que me creó cierto desasosiego, sin más,  pero al escuchar y leer las teorías que recorren internet estos días, la sombra de la duda parece estar justificada.

Y es que da la impresión de que el mundo que conocemos se ha vuelto patas arribas de repente, de que estuviésemos viviendo una pesadilla, de que fuésemos testigos de una película en la que nos hemos convertido, sin quererlo, en los actores principales. No, en esta ocasión nosotros no formamos parte del reparto. Esta vez no vemos el toro desde la barrera, ya no nos resulta lejano el peligro, ni tampoco ajeno como nos ha ocurrido hasta ahora con cualquier catástrofe, crisis humanitaria o conflicto armado que vemos por televisión, ya casi sin inmutarnos. Esta vez, las bajas pueden ser de los nuestros, de nuestra familia, de nuestro círculo de amistades, de nuestro pueblo... y eso, eso ya es harina de otro costal.

Esta vez la amenaza se cierne sobre nosotros, aunque para ser justos, hemos de reconocer que las circunstancias tampoco son las mismas... Nosotros sí tenemos comida de sobra que llevarnos a la boca (y a juzgar por los carritos con los que asaltan los supermercados, algunos tienen el alimento garantizado durante meses), tenemos armarios llenos de ropa, un techo bajo el que cobijarnos, agua potable, papel higiénico (este fenómeno merece capítulo a parte, sin duda, y posiblemente se estudie en el futuro en las facultades de psicología)... Tenemos medicinas, hospitales y personal sanitario dispuesto a jugarse la vida por nosotros, y tenemos también múltiples formas de ocio para pasar el tedio y el aburrimiento (internet, series y películas ininterrumpidas, redes sociales, libros...).

Muchos patriotas que han repetido hasta la saciedad que nuestro país no puede acoger a tantos inmigrantes o refugiados que huyen de la guerra o del hambre, han corrido en desbandada de los focos infectados al grito de "sálvese quien pueda", (para proteger a sus familias, mira tú por donde), y se han marchado a las costas españolas,  al chalecito de la playa, y tan agustito, y a diseminar virus por toda la geografía,  ¡qué inconsciencia!

La España vaciada y olvidada también parece haber resurgido en la memoria de algunos irresponsables, que no se han parado a pensar en la numerosa población envejecida que habita nuestras zonas rurales. Y qué gran paradoja que Marruecos cierre ahora sus fronteras a España, que los españoles no sean bien recibidos en no pocos países ya. Resuenan en mi mente las palabras del periodista, escritor y cineasta David Trueba: "Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno." Se trata de una distopía, pero no me negarán que es bueno...

Por primera vez en la historia toda España se encuentra en cuarentena, confinada en casa, sin poder salir nada más que para comprar, trabajar o cuidar a nuestros mayores. Con sorpresa e incredulidad hemos visto calles, avenidas, plazas desiertas, hemos sido testigos de cómo se han ido cerrando colegios, institutos, universidades, parques, teatros, bibliotecas, museos, bares, ¡bares! algo casi impensable en nuestro país. Una medida excepcional que no se toma a la ligera, y que no sabemos si conseguirá frenar la cadena de contagio, pero que desde luego, no podrá frenar el contagio de otro virus peor: el miedo que avanza imparable entre la población, y sobre todo entre los mayores.

Yo misma, hasta hace pocos días he mantenido mis temores a raya, he intentado alejar los pensamientos negativos, y relativizar los efectos que esta enfermedad podría tener sobre mí, teniendo en cuenta que como enferma crónica, y paciente inmunodeprimida que soy, formo parte de esa población de riesgo a la que aluden las autoridades sanitarias.  A pesar de ello, salí a hacer la compra semanal, la mía y la de mi madre, -quien bastante angustiada, sigue las recomendaciones al pie de la letra y no quiere salir ni a la puerta de la calle-. Rostros serios, de preocupación, de desconcierto, saludos rápidos, miradas esquivas, colas y algún que otro estante vacío, ese es el panorama con el que me encontré. Intenté hacerla rápido, sin detenerme demasiado, procurando no coincidir  a pocos metros de distancia con otras personas, con mucha precaución, y para qué negarlo, con un pellizco en el estómago que no era otra cosa, que miedo.

El miedo es como un pequeño roedor que nos va devorando poco a poco. Es natural tener miedo, ya que es un mecanismo de defensa necesario que nos mantiene en alerta ante cualquier señal de peligro. Pero no podemos dejar que esta emoción se apodere de nosotros, porque entonces, entonces sí que estaremos perdidos.

Ahora bien, según avanza esta pandemia, no sé qué es lo que más me asusta, si este maldito virus o esta sociedad perversa de la que formamos parte; el despropósito sin límites de muchas personas que no toman las debidas precauciones o ignoran las advertencias de las autoridades. Creo que la gente sana, sin patologías, que casi con toda probabilidad pasará la enfermedad sin ningún contratiempo, no es consciente de lo que supone el hecho de haber estado en zonas de riesgo, o en contacto con personas infectadas, o incluso tener síntomas, y no tomar las medidas preventivas necesarias para no provocar contagios. No nos han pedido nada descabellado, ni difícil de llevar a cabo, tan solo quedarse en casa y evitar el contacto con la gente, por solidaridad, por responsabilidad, por sentido común...

Un bichito diminuto -aunque de la realeza, eso sí, por aquello de la corona- es el malo de esta película, en la que parece que la realidad podría acabar superando una vez más a la ficción. Un virus microscópico nos está demostrando que, aunque nos creamos el ombligo del mundo, seres superiores, nada más lejos de la realidad. Este virus nos está dando una lección de humildad, recordándonos nuestra condición de simples mortales, de seres vulnerables a los que algo tan insignificante puede exterminar en cadena. Y lo más grave, ha sacado a relucir a nuestras peores taras y debilidades como sociedad. 

Ya nos lo hizo ver Albert Camus en La peste, su obra maestra. La peste, o cualquier otra epidemia contagiosa de este tipo, puede llegar a sacar lo peor y lo mejor del ser humano, desde el más puro egoísmo, la insolidaridad, o la irracionalidad hasta la generosidad sin límites. Y es que, en verdad, los humanos somos seres egoístas, e iría un paso más allá, faltos de todo sentido común en muchas ocasiones. Y sí, tenía razón Camus,  en las situaciones críticas o de peligro es cuando se demuestra la verdadera naturaleza de las personas.

Puede que sea el miedo irracional el que lleve a la gente a aprovisionarse de papel higiénico para los próximos meses. El que les lleve a hacer acopio de alimentos como si no hubiera un mañana, sin pensar en que los demás también necesitan alimentarse. Tal vez haya sido ese miedo, el que ha instado a millares de madrileños a marcharse a los pueblos, o la playa a pasar la cuarentena, "como si estuvieran de vacaciones" cuando se les ha dicho, por activa y por pasiva, que debían de quedarse en casa para evitar extender la enfermedad si la tuvieran. Puede que sea ese miedo irracional, el que ha llevado a multitud de personas a abastecerse de mascarillas, unas mascarillas que seguramente no tendrán que usar, pero cuya escasez está provocando su encarecimiento desmedido, y lo que es más grave, el desabastecimiento para las personas que realmente las necesitan, como enfermos de cáncer o el propio personal sanitario. Sí, el miedo es mucho más contagioso que cualquier virus. Pero la estupidez humana, esa también es contagiosa, y desde luego puede llegar a alcanzar cotas insuperables.

Es triste que una crisis de estas características tenga que enseñarnos las grandezas de nuestro sistema sanitario, de la SANIDAD PÚBLICA, con mayúsculas, la única que debería existir, aunque se empeñen en privatizarla. Es triste que sea ahora, y no antes, cuando reconozcamos el valor del extraordinario y sacrificado trabajo de todo el personal sanitario, que siguen ahí, al pie del cañón, exponiéndose al contagio y dando lo mejor de sí mismos, ahora y siempre. Que sea ahora cuando nos demos cuenta de  la trascendencia del trabajo de científicos e investigadores, que buscan una vacuna y un tratamiento contrarreloj. Que no hayamos cuestionado antes la incongruencia de que en este país, futbolistas, famosos o influencers puedan llegar a cobrar auténticas barbaridades, en comparación con estos otros profesionales cuyo trabajo es tan crucial y necesario.  Qué triste, que estos días de arresto domiciliario sirvan para que apreciemos como se merece, la labor diaria de los maestros con nuestros hijos, ahora que tenemos que acometer la difícil tarea de tenerlos en casa las veinticuatro horas, además de enseñarles y ayudarles con las tareas... 

Es triste, pero si después de todo, por fin cambia nuestra manera de ver las cosas, nuestra manera de vivir, algo habríamos sacado bueno de esta experiencia.

De momento, la consecuencia directa de toda esta crisis la ha sufrido, o mejor dicho, la ha agradecido nuestro planeta. China, el motor del mundo se ha parado, y con él los niveles de contaminación han experimentado un considerable descenso. Tantas y tantas cumbres estériles en las que el gigante asiático se había negado a reducir sus emisiones, y ha tenido que ser un virus el que lo ha conseguido.  China para, y el resto del planeta lo nota, porque por supuesto, el resto de países  sufren las consecuencias de este cese, con multitud de fábricas y empresas desabastecidas en todo el globo terráqueo. Y yo me pregunto, ¿esto no debería llevar a plantearse a las grandes multinacionales el retornar su producción a los países de origen?

Como decía, esta crisis no sólo tiene cosas malas, y está sacando también lo mejor de las personas. Un atisbo de esperanza y de solidaridad aflora del mismo modo estos días. Muchos se han ofrecido a cuidar a los niños y niñas mientras sus padres tienen que irse a trabajar. Otros a ayudar a personas mayores solas y aisladas en sus casas con la compra y los recados. Qué admirable y qué suerte que exista gente así...

Del mismo modo, empleados de comercios de alimentación, farmacias, camioneros, policía y guardia civil, servicios públicos en general, todos ellos están demostrando su profesionalidad y generosidad en esta crisis, manteniéndose en sus puestos de trabajo y garantizando que todos podamos acceder a los servicios mínimos. Tenemos mucho que agradecerles.

Quizá sea esta la cara amable de esta emergencia sanitaria: todavía no está todo perdido, todavía hay mucha gente buena en este mundo. ¿Nos servirá de enseñanza todo esto, o por el contrario  cuando todo pase seguiremos viviendo en nuestra inconsciencia? ¿Aprenderemos de los errores o los volveremos a repetir? Quiero pensar que sí, que cuando esta película sea tan solo un mal recuerdo, hayamos aprendido la lección, que no volvamos a distraernos con estupideces y seamos todos conscientes de lo que verdaderamente importa. Que ese día, que ahora nos parece tan lejano, nos besemos y nos toquemos, que abracemos con todo el cariño y sin ningún miedo a nuestros padres, a nuestros abuelos, que nos susurramos palabras bonitas al oído, que nos cojamos de la mano y salgamos todos a pasear bajo el sol, que disfrutemos de la buena compañía de los amigos, de las terrazas, de la vida, de tantas cosas que, como siempre ocurre, echamos de menos cuando no las tenemos a nuestro alcance y que son las que realmente merecen la pena.

Ojalá, que el tiempo pase deprisa, que este mal sueño acabe pronto, y como una película, los protagonistas aparezcan al final fundidos en un gran abrazo, para a continuación leer en letras bien grandes:

To be continued...
Continuará... 




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