viernes, 15 de marzo de 2019

Recuerde el alma dormida





Emprendo un doloroso viaje hacia el este para encontrarme con ella por última vez, aunque tengo la vaga certeza de que en mi destino, no sólo hallaré  su cuerpo inerte, sino que el pasado también aguarda implacable mi llegada para hundir sus afiladas garras en mi ser, para recordarle a mi alma dormida lo que ya nunca podré olvidar.

Como sumida en una borrosa ensoñación, camino lentamente por el marmoleo recibidor, una inmensa estancia,  luminosa, casi cegadora… una metáfora del reino celestial que nos aguarda, me digo a mí misma con ironía. Franqueo la puerta de la sala en la que yace su cuerpo y las fuerzas flaquean. Tomo aire, siento como todos mis músculos se tensan, y de repente me invade una confusa sensación de irrealidad.  En cuestión de segundos soy recibida por una nube de lágrimas, abrazos, besos, caricias… los cuerpos se funden como si el contacto ayudara a digerir el amargo momento.

Frente al ventanal, sentados en fila con la mirada perdida y el rostro desencajado, se encuentran sus hermanos, los pocos que le han sobrevivido. Fueron una familia grande, de las de antaño. Nueve hijos, uno detrás de otro, llegados al mundo en una casa más que humilde, en un pueblecito manchego tan bonito como cualquier otro… aunque para ella, siempre fue el mejor.   No quiso Dios que volviese a despedirse de él, de su amado pueblo del que emigró hacía más de cuarenta años.  La tierra de sus raíces que tanto quiso, la vio partir un día hacia una preciosa villa costera donde transcurrió su vida, y en ella, le sobrevino también su prematura muerte.

Atrás quedaron una niñez con demasiadas carestías,  años de trabajo y sufrimiento… Atrás quedó una vida nada fácil, que lejos de arredrarla, la hizo más fuerte; ajena siempre a las dificultades, o quizás plenamente consciente de ellas, desterró la palabra miedo al último confín de su cerebro, se puso el mundo por montera, y caminó con paso firme y decidido para acabar viviendo una vida intensa y plena, una vida feliz… aunque demasiado corta. Cómo se pasa la vida…

Instintivamente mi mirada se dirige hacia el cristal, y ahí está ella, o lo que queda de ella, porque ya no es sino la sombra difusa de la persona que fue.  Una neblina turbia inunda mis ojos, el suelo se abre bajo mis pies, y contemplo consternada el abismo. La miro, no puedo dejar de mirarla, aunque en realidad no la veo. En mi cerebro se suceden otras imágenes y nada tienen que ver con las que se proyectan en mi retina en este instante. Los recuerdos afloran de manera irracional, sin orden ni concierto… la memoria es caprichosa a veces, selectiva siempre…

Un patio lleno de niños correteando, felices por el dichoso reencuentro que se producía siempre en  fechas señaladas, en vacaciones, o en la feria… un enjambre de críos ajenos a  los sin sabores de la existencia. Treinta años después apenas reconozco sus rostros en los adultos que ahora me rodean;  sin embargo, sus miradas ya no son las mismas. Aquella armoniosa felicidad, aquella bendita inocencia ha dejado paso a  una serena melancolía, a la desoladora certidumbre de la inconsistencia de la vida y a la permanente conciencia de la muerte… al inmenso dolor que conlleva cada pérdida y cada despedida. Cómo se viene la muerte…

Dejaron de ser niños para convertirse en padres, aquellos que un día retozaban alegres en aquel patio que ya sólo existe en mi memoria. Un patio encalado una y otra vez, con sus cintos recortados primorosamente por ellas, por las mujeres de la familia; una parra que lo cubría por completo procurándonos una generosa sombra en el verano, y cuyas enormes hojas tapizaban el suelo en otoño; una higuera recostada junto a la tapia a la que subíamos intrépidos, sin ningún temor ni precaución; un pozo, resguardado por una vieja puerta de madera y cercado por un oxidado cerrojo para evitar que escapara la temida “tentación”. 

Cuántos recuerdos conservo de aquella casa, cuántas imágenes incrustadas en la memoria... Sabores irrepetibles como aquellas rebanadas de pan, vino y azúcar; olores mágicos como aquel aroma de alcanfor que inundaba las estancias cuando se abría alguno de aquellos antiguos baúles, aquellos misteriosos arcones que aguardaban impasibles el paso del tiempo y atesoraban las imborrables huellas de épocas pasadas... o como el tacto frío de aquellos sofás de escay en los que recuerdo sentados siempre a mis abuelos, como hieráticas estatuas enfrentadas, flanqueando ambos la pequeña estufa de leña que calentaba la salita. 

Abrazada por la melancolía, mi memoria se pasea por la sala como en una película de cine mudo: la tarima, la mesa camilla, las sillas, las alacenas, las fotografías en blanco y negro… recorro el largo pasillo que desemboca en aquel maravilloso patio para avistar las sillas de enea en las que nos sentábamos a tomar el fresco las calurosas noches de julio, y en el que jugábamos y jugábamos sin descanso: A la zapatilla por detrás, tris tras, ni la ves ni la verás, tris tras…  ¡Las plantas!.. ¡El balón!,  ¡El ruido!, ¡Los abuelos duermen!... Aquellas mujeres se afanaban en la limpieza mientras los pequeños disfrutábamos de lo que para nosotros no era sino una fiesta, el dichoso reencuentro de tantos primos como éramos. Tardes de juegos interminables en las que acabábamos exhaustos, quizás más cansados incluso que nuestras madres… Qué terrible que ya sólo nos reunamos  para llorar a nuestros muertos. 

 Estoy aquí sentada, perdida en el pasado, añorando aquella infancia despreocupada en que no faltaba ninguno de los nuestros. Hoy, son ya muchos los que no están; uno tras otro se fueron marchando, dejándonos heridas que sólo el tiempo ha conseguido cicatrizar, aunque nunca borrar. Me estremezco al pensar en todos ellos, quizás sea lo más difícil de crecer, de envejecer, el convertirse en testigos impotentes de tantas partidas...   

Existen personas como ella, cuya ausencia, lo ocupa todo ahora que no están, un vacío desmesurado fruto de la que fue, una presencia  grande y poderosa; seres cuya energía se percibe desde lejos, cuya luz ilumina cualquier día nublado… Ahora que no están nos aferramos a su recuerdo, rememoramos fragmentos de nuestro pasado común, momentos   imborrables que siempre impregnarán nuestra existencia y sin los que, hoy por hoy, no seríamos lo que somos. 

           
            Cuánta verdad  emboscada en aquellas famosas coplas:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte.


            Esta Rosa se marchitó, demasiado pronto,  demasiado rápido, 
            Pero su aroma impregnará mi existencia para siempre.





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