viernes, 15 de marzo de 2019

Bonjour tristesse

Empieza un nuevo día, pero hoy no es un día cualquiera. Esta mañana no me he despertado con sueño, ni con pereza, ni siquiera de mal humor, esta mañana tan solo me embarga la tristeza. Una profunda tristeza y una inmensa pena se han apoderado de todo mi ser tras conocer la terrible noticia.

Anoche cerré los ojos con la esperanza de que ocurriese un milagro, pero hoy al abrirlos, la realidad me ha devuelto a la crudeza de esta vida, tan injusta a veces, porque lamentablemente el ansiado milagro no sucedió...

La tragedia golpeó de nuevo a otra familia de Munera y con ellos, a todo un pueblo consternado por la que es una pérdida irreparable, una más... Veo la tristeza reflejada en cada uno de los rostros con los que me cruzo esta mañana, está aquí de nuevo, paseando por las calles... Y escucho los lamentos de tanta gente que, incrédula, clama al cielo por la injusticia cometida con una gran persona, con una gran familia...

Todos los días muere gente en el mundo, los medios de comunicación se encargan de hacérnoslo saber, y  asistimos a esas tragedias ajenas a nuestras vidas sin apenas inmutarnos, como anestesiados por tanto dolor que se nos muestra una y otra vez. Sin embargo, a veces esos muertos dejan de ser anónimos, les ponemos cara, nombre y apellidos, y entonces, sólo entonces, somos conscientes de la magnitud de la tragedia, y de todo el dolor implícito que conlleva la  palabra muerte.

A veces es la enfermedad la que nos arranca a nuestros seres queridos, enfermedades horribles que van horadando la salud y la entereza de sus víctimas, arrancándoles la vida poco a poco, y otras, es un desafortunado accidente el que desemboca la tragedia, un cúmulo de circunstancias en las que se unen casualidad y fatalidad. Parece increíble que un sólo segundo pueda cambiar el futuro de tantas personas, que un fatídico instante sea capaz de sesgar la vida de un ser humano, y de alterar la existencia de todos sus seres queridos para siempre... 

¿Destino o azar?  ¿Nuestro camino está predestinado o en cambio nuestra vida y nuestra muerte son la causa directa de un montón de casualidades? Intento encontrar una respuesta, y no la hallo, no encuentro el sentido a tantas pérdidas injustas, a tanto dolor inexplicable.

Hoy me he vuelto a dar de bruces con el inexorable discurrir de la vida, bella, una y mil veces, pero también cruel, efímera e imprevisible muchas otras. Hoy, he vuelto a recordarme a mí misma que lo malo de cumplir años no es envejecer, no son las arrugas, ni ver como nuestros cuerpos se deterioran con el paso del tiempo, lo verdaderamente malo de cumplir años es sobrevivir a la pérdida de nuestros seres queridos, de amigos, de conocidos... El ser testigo de una desgracia tan grande como es el fallecimiento prematuro de personas queridas y admiradas por todos, seres especiales con los que tenemos la fortuna de  coincidir en nuestro camino y  cuya vida se ha visto truncada inexplicablemente demasiado pronto, demasiado...

Es imposible ponerme en la piel de esas familias que sufren una desgracia así en primera persona, por mucho que pueda imaginar el dolor de sus almas, sin embargo, tampoco soy capaz de apartar esta nube de tristeza que me empaña el pensamiento estos días, este sentimiento amargo que me acompaña al acordarme de ellos, de los que nos dejaron, y de los que lloran su ausencia. 

La tristeza volvió para quedarse una vez más.
Bonjour, tristesse.
Buenos días, tristeza.



Enero de 2019




Recuerde el alma dormida





Emprendo un doloroso viaje hacia el este para encontrarme con ella por última vez, aunque tengo la vaga certeza de que en mi destino, no sólo hallaré  su cuerpo inerte, sino que el pasado también aguarda implacable mi llegada para hundir sus afiladas garras en mi ser, para recordarle a mi alma dormida lo que ya nunca podré olvidar.

Como sumida en una borrosa ensoñación, camino lentamente por el marmoleo recibidor, una inmensa estancia,  luminosa, casi cegadora… una metáfora del reino celestial que nos aguarda, me digo a mí misma con ironía. Franqueo la puerta de la sala en la que yace su cuerpo y las fuerzas flaquean. Tomo aire, siento como todos mis músculos se tensan, y de repente me invade una confusa sensación de irrealidad.  En cuestión de segundos soy recibida por una nube de lágrimas, abrazos, besos, caricias… los cuerpos se funden como si el contacto ayudara a digerir el amargo momento.

Frente al ventanal, sentados en fila con la mirada perdida y el rostro desencajado, se encuentran sus hermanos, los pocos que le han sobrevivido. Fueron una familia grande, de las de antaño. Nueve hijos, uno detrás de otro, llegados al mundo en una casa más que humilde, en un pueblecito manchego tan bonito como cualquier otro… aunque para ella, siempre fue el mejor.   No quiso Dios que volviese a despedirse de él, de su amado pueblo del que emigró hacía más de cuarenta años.  La tierra de sus raíces que tanto quiso, la vio partir un día hacia una preciosa villa costera donde transcurrió su vida, y en ella, le sobrevino también su prematura muerte.

Atrás quedaron una niñez con demasiadas carestías,  años de trabajo y sufrimiento… Atrás quedó una vida nada fácil, que lejos de arredrarla, la hizo más fuerte; ajena siempre a las dificultades, o quizás plenamente consciente de ellas, desterró la palabra miedo al último confín de su cerebro, se puso el mundo por montera, y caminó con paso firme y decidido para acabar viviendo una vida intensa y plena, una vida feliz… aunque demasiado corta. Cómo se pasa la vida…

Instintivamente mi mirada se dirige hacia el cristal, y ahí está ella, o lo que queda de ella, porque ya no es sino la sombra difusa de la persona que fue.  Una neblina turbia inunda mis ojos, el suelo se abre bajo mis pies, y contemplo consternada el abismo. La miro, no puedo dejar de mirarla, aunque en realidad no la veo. En mi cerebro se suceden otras imágenes y nada tienen que ver con las que se proyectan en mi retina en este instante. Los recuerdos afloran de manera irracional, sin orden ni concierto… la memoria es caprichosa a veces, selectiva siempre…

Un patio lleno de niños correteando, felices por el dichoso reencuentro que se producía siempre en  fechas señaladas, en vacaciones, o en la feria… un enjambre de críos ajenos a  los sin sabores de la existencia. Treinta años después apenas reconozco sus rostros en los adultos que ahora me rodean;  sin embargo, sus miradas ya no son las mismas. Aquella armoniosa felicidad, aquella bendita inocencia ha dejado paso a  una serena melancolía, a la desoladora certidumbre de la inconsistencia de la vida y a la permanente conciencia de la muerte… al inmenso dolor que conlleva cada pérdida y cada despedida. Cómo se viene la muerte…

Dejaron de ser niños para convertirse en padres, aquellos que un día retozaban alegres en aquel patio que ya sólo existe en mi memoria. Un patio encalado una y otra vez, con sus cintos recortados primorosamente por ellas, por las mujeres de la familia; una parra que lo cubría por completo procurándonos una generosa sombra en el verano, y cuyas enormes hojas tapizaban el suelo en otoño; una higuera recostada junto a la tapia a la que subíamos intrépidos, sin ningún temor ni precaución; un pozo, resguardado por una vieja puerta de madera y cercado por un oxidado cerrojo para evitar que escapara la temida “tentación”. 

Cuántos recuerdos conservo de aquella casa, cuántas imágenes incrustadas en la memoria... Sabores irrepetibles como aquellas rebanadas de pan, vino y azúcar; olores mágicos como aquel aroma de alcanfor que inundaba las estancias cuando se abría alguno de aquellos antiguos baúles, aquellos misteriosos arcones que aguardaban impasibles el paso del tiempo y atesoraban las imborrables huellas de épocas pasadas... o como el tacto frío de aquellos sofás de escay en los que recuerdo sentados siempre a mis abuelos, como hieráticas estatuas enfrentadas, flanqueando ambos la pequeña estufa de leña que calentaba la salita. 

Abrazada por la melancolía, mi memoria se pasea por la sala como en una película de cine mudo: la tarima, la mesa camilla, las sillas, las alacenas, las fotografías en blanco y negro… recorro el largo pasillo que desemboca en aquel maravilloso patio para avistar las sillas de enea en las que nos sentábamos a tomar el fresco las calurosas noches de julio, y en el que jugábamos y jugábamos sin descanso: A la zapatilla por detrás, tris tras, ni la ves ni la verás, tris tras…  ¡Las plantas!.. ¡El balón!,  ¡El ruido!, ¡Los abuelos duermen!... Aquellas mujeres se afanaban en la limpieza mientras los pequeños disfrutábamos de lo que para nosotros no era sino una fiesta, el dichoso reencuentro de tantos primos como éramos. Tardes de juegos interminables en las que acabábamos exhaustos, quizás más cansados incluso que nuestras madres… Qué terrible que ya sólo nos reunamos  para llorar a nuestros muertos. 

 Estoy aquí sentada, perdida en el pasado, añorando aquella infancia despreocupada en que no faltaba ninguno de los nuestros. Hoy, son ya muchos los que no están; uno tras otro se fueron marchando, dejándonos heridas que sólo el tiempo ha conseguido cicatrizar, aunque nunca borrar. Me estremezco al pensar en todos ellos, quizás sea lo más difícil de crecer, de envejecer, el convertirse en testigos impotentes de tantas partidas...   

Existen personas como ella, cuya ausencia, lo ocupa todo ahora que no están, un vacío desmesurado fruto de la que fue, una presencia  grande y poderosa; seres cuya energía se percibe desde lejos, cuya luz ilumina cualquier día nublado… Ahora que no están nos aferramos a su recuerdo, rememoramos fragmentos de nuestro pasado común, momentos   imborrables que siempre impregnarán nuestra existencia y sin los que, hoy por hoy, no seríamos lo que somos. 

           
            Cuánta verdad  emboscada en aquellas famosas coplas:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte.


            Esta Rosa se marchitó, demasiado pronto,  demasiado rápido, 
            Pero su aroma impregnará mi existencia para siempre.





jueves, 14 de marzo de 2019

Me encantan los jueves

"Me encantan los jueves, porque es el día del cuenta cuentos".  Una frase que me transmitió hace unas semanas una amiga y que había pronunciado su hijo al levantarse una mañana de jueves. Las palabras de un niño con apenas 6 añitos que me saben a gloria bendita, porque ahora que lo pienso... a mí también me encantan los jueves. 


 Me encantan los jueves, y me encantan los viernes también, ambos días en que La Hora del Cuento hace acto de presencia en la biblioteca.

Y es que verdaderamente me encanta tener la biblioteca llena de niños que acuden deseosos de escuchar  las historias que les cuento cada semana, me encanta ver sus caritas ensimismadas, atentos a cada palabra que brota de mi boca, me emociona profundamente que me digan "te quiero seño", o "eres la mejor seño" repetidas veces mientras paso lista...

Los niños me regalan día tras día sus te quieros,  sus besos y abrazos, sus dibujos que ya no sé dónde pegar... Y yo, recibo sus agasajos como el más bello presente, sintiéndome abrumada por sus constantes y sinceras muestras de cariño, porque soy consciente de que en el caso de los niños, no existen fingimientos ni falsedades. Los niños son transparentes como el agua, son pura verdad... quizá sea ese el motivo por el que tanto me gusta trabajar con ellos...


Te quiero seño, suena a música celestial en mi cabeza.
Yo, que siempre quise ser maestra...