viernes, 14 de enero de 2022

Game Over


























Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos;
la edad de la sabiduría y también de la locura;
la época de las creencias y de la incredulidad;
la era de la luz y de las tinieblas;
la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.
...
Historia de dos ciudades. Charles Dickens



Fuera de juego. KO. Sayonara, baby.  Se acabó lo que se daba. Hasta aquí hemos llegado...

Cualquiera de esas expresiones podría haberme servido cuando aquella temida rayita roja se fue materializando ante mis ojos, justo a la altura de la T. Podría haberme echado a temblar, o a llorar, o a sudar, o qué sé yo. Sin embargo, he de confesar que sentí alivio al constatar que por fin, mis síntomas se revelaban como un positivo en Covid-19. 

¡Por fin!, dije, o quizás no llegué a pronunciar esas dos palabras, no estoy segura. De lo que no tengo duda es de la sensación que me embargó: de descanso, de apacible acatamiento de una derrota que tenía asumida desde hacía días. Cualquiera que haya estado resfriado últimamente, seguro que me comprenderá. Porque así comencé yo las navidades, con unos síntomas que pusieron en marcha todas mis alarmas. Primer test negativo, aunque el resultado no me tranquilizó demasiado, puesto que el dolor de garganta y la congestión siguieron conmigo, a pesar de los antibióticos. En los días sucesivos, cualquier pequeño malestar en mí, o en los demás, me parecía sospechoso y la paranoia me llevó a repetir varios test, convencida como estaba de que todos mis síntomas apuntaban a lo mismo.  Posiblemente hace un año nos habría dado un poco de vergüenza pedir uno en la farmacia, pero hoy por hoy, es algo de lo más normal y al menor indicio, ya estamos echando mano del palito para quedarnos tranquilos.  No conozco las cifras, pero lo cierto es que los test (y no precisamente de embarazo) se han vendido en las últimas semanas como rosquillas.

Quién me lo iba a decir a mí hace un mes... ni a mí, ni a nadie. Quién iba a pensar que la situación se descontrolaría como lo ha hecho. A medida que avanzaba la Navidad me llegaban cada vez más noticias de amigos, de conocidos, de familiares contagiados. Algunos no sabían en qué momento, o con quién se habían contagiado. Muchos asintomáticos supieron de su positivo por casualidad. Otros, creyeron durante días tener un  resfriado sin importancia. El caso es que una vez dentro de casa, resulta complicado que este virus tan voraz no se cebe con todos sus ocupantes, casi milagroso, diría yo. 

Después de casi dos años de mascarillas, de gel hidroalcohólico, de ventilación, de prudencia, decenas y decenas de personas de mi entorno han ido cayendo, una tras otra, como fichas de dominó. En la tele alguien dijo: Esto cada vez se parece más al  juego del calamar; el que llegue al 5 de enero sin contagiarse ganará el juego. Yo no conocía ese juego hasta que leí que se jugaba durante los recreos en muchos colegios, por niños que no deberían haber oído hablar de él por ser demasiado violento.

A mí, toda esta situación me ha recordado más bien al Comecocos, un juego de mi infancia en el que se avanzaba por un laberinto cerrado, con la única preocupación de que no te pillaran los fantasmas. Tan fácil. O tan difícil, porque al igual que ocurre en el juego, da la impresión que con este virus puedes correr, o esconderte, pero tienes la certeza de que por mucho que te resistas, tarde o temprano, no tendrás escapatoria.

Según la OMS, en los próximos días, más de la mitad de los europeos se habrán contagiado de Covid-19. Más concretamente de Ómicron, el virus más contagioso que jamás haya existido. Una afirmación así da vértigo, y más, sabiendo el colapso que supone tal cantidad de contagios en nuestros hospitales o centros de salud. Si se cumplen las predicciones, pocos se librarán. Los más afortunados, los más fuertes, los más disciplinados. Unos cuantos guerreros que podrán decir orgullosos que este virus les pasó de largo. Personalmente, conozco a un par de ellos, sanitarios para más inri, de los que estoy profundamente orgullosa. Ahí están los dos, en primera línea, hasta el moño de esta pandemia, hartos de la carga de trabajo que les supone, agotados física y psicológicamente, pero ahí siguen inmunes, como dos verdaderos campeones. 

Yo no lo conseguí. Tras varios días saliendo de casa lo esencial, evitando contactos, con el miedo metido en el cuerpo, pillé el virus. O más bien me pilló él a mí, qué le vamos a hacer... Una mañana desperté con dolor de cabeza, y aunque no le hice demasiado caso para no alimentar la paranoia, al cabo de las horas, empecé a sentir un mareo extraño. Era una sensación diferente a todo lo que había sentido hasta ahora, y en algún momento, lo supe,  como una revelación, antes de ver siquiera la rayita roja que me convertiría en un número más de los millones de contagiados.

Desde el principio de la pandemia me pregunté, si llegado el caso, mi cuerpo sería capaz de plantar cara al bicho, teniendo en cuenta mi condición de paciente inmunodeprimida. Ya tengo respuesta, y por suerte, el virus ha sido bastante clemente conmigo. Por suerte, o más bien, gracias a la tercera dosis de la vacuna que me administraron no hace mucho, porque de no ser por ella, quién sabe cómo lo habría sobrellevado, con este sistema inmunitario de pacotilla que tengo. 

Ay... las vacunas. Un tema que suscita polémica, crispación, enfrentamiento. En pleno siglo XXI, muchos las cuestionan y las rechazan, mientras otros tantos, los olvidados, los que han tenido la mala suerte de nacer en el tercer mundo, todavía esperan su primera dosis. Por más que lo intento, sigo sin entender la postura de los llamados antivacunas. La realidad nos demuestra que las vacunas han salvado multitud de vidas, y que han atenuado los efectos de la enfermedad en millones de personas, (y no lo sé por lo que cuentan los telediarios, lo sé por el relato veraz y objetivo de quienes lo viven en primera persona). No consigo comprender ese rechazo visceral a la ciencia, a la medicina, a la inmunología. Ese argumentario que no tiene ni pies ni cabeza, y cuya base científica deja mucho que desear. Ese discurso que clama por la libertad y por los derechos individuales, sin tener en cuenta los de los demás. 

Resulta incuestionable que las compañías farmacéuticas están haciendo el agosto con las vacunas. Flagrante, que se tendrían que haber liberado las patentes hace mucho, para que la vacuna llegue a todos los países sin recursos. Evidente, que existe un riesgo, aunque sea mínimo, de tener una reacción adversa a la vacuna, para qué negarlo. Pero también cualquier medicamento, por inocuo que parezca, puede acarrear efectos secundarios. Aquellos que tenemos que tomarlos a diario, y de por vida, sabemos que es un riesgo que tenemos que asumir, un precio que hay que pagar porque nos ayuden a llevar una vida medianamente normal. Se trata de poner en la balanza ventajas e inconvenientes, ni más ni menos. Esto es lo que hay.

En estos pensamientos estoy ocupando mis días de aislamiento. En leer (señor Alejandro Palomas, cómo estoy disfrutando de sus libros), en reflexionar, en escribir... Observo atónita el culebrón Djokovic sin dar crédito. Es increíble cómo el dinero puede endiosar a las personas hasta hacerlas sentir por encima de la ley, por encima del bien y del mal. Y más increíble aún, que haya quienes eleven a este personaje a la categoría de héroe y aplaudan su comportamiento, cómo mínimo, poco ejemplar, por muy número uno del tenis mundial que sea. Contemplo hastiada el espectáculo grotesco que nos ofrecen los que deberían poner orden, el ruido que provocan todos esos debates estériles a los que parece nos hayamos acostumbrado, los cruces de acusaciones, las verdades a medias, la falta de unión para trabajar por el bien común, por el futuro, la ausencia de autocrítica, la desmemoria, el tú más...

Vivimos tiempos convulsos de luces y sombras. Tiempos en los que la sabiduría y la locura conviven alegremente, o a veces no tanto. La era de la luz y las tinieblas, que decía Dickens. ¡Qué asco de año 2022! que decía mi hijo, afirmación nada literaria, pero que tengo que suscribir, una vez más. En fin... Seguramente para muchos de nosotros este comienzo de año esté siendo una pesadilla, pero después de todo,  ¿quién dijo que la vida fuera fácil? Hemos superado la enfermedad sin grandes estragos, nada más importa. Ojalá este virus supusiera para todo el mundo una anécdota más que contar y no una tragedia que lamentar, porque recordemos que por su culpa, siguen muriendo miles de personas a diario.

Esta vez el virus me ganó la partida. Si la vida fuera un juego de niños, diría que no importa, que aún me quedan unas cuantas monedas para continuar jugando. Pero, aunque pueda parecerlo, la vida no es ningún juego. A veces, se gana y otras se pierde, en efecto. En ocasiones, la suerte nos acompaña haciéndonos el camino más fácil, y otras tantas, nos abandona y tenemos que bregar con todos los obstáculos inimaginables. La vida no deja de ponernos a prueba, marcando sus propias reglas, por injustas que sean. Nos castiga, devolviéndonos a la casilla de salida cuando la meta ya se otea en el horizonte, o nos deja fuera de juego y no logramos encontrar la manera de volver a tirar los dados. Así es la vida, bellísima a veces, y otras muchas, completamente despiadada, y la única forma de no darse por vencido, es seguir adelante sin olvidar nunca, que después de cada invierno de desesperación, nos espera una primavera de esperanza. 

...

Y ahora, me voy derechita a abrazar a mi madre, y a darle los besos que he estado guardando para ella, ahora sin miedo, como en los viejos tiempos. 

Cuidaos mucho.