miércoles, 15 de abril de 2020

Crónicas de un aislamiento






Un ser que se acostumbra a todo;
tal parece la mejor definición 
que puedo hacer del hombre.
                            Dostoyevski


Aceptación

Un mes ya desde que comenzó el aislamiento, y me sigo despertando con la misma sensación de estar viviendo una película con un final incierto. Abro los ojos a diario y mi cerebro sigue dedicando unos segundos para procesar una misma certeza: no, esto no ha sido un sueño. Es tan solo un instante, tan solo unos segundos de confusión, porque la realidad enseguida se vuelve a imponer una jornada más.

Y es que la incredulidad de los primeros días ha dejado paso a la realidad, y ésta a su vez, a la aceptación. El ser humano es capaz de adaptarse a las situaciones más complicadas con una relativa facilidad, y me doy cuenta, de que gozo sin problemas de ese singular poder de adaptación. Aunque si lo pienso, tampoco es que sea algo tan meritorio. Ya lo escribí hace poco, ¿tan difícil es quedarse en casa con comida, agua, calefacción y entretenimiento? Son tantos los libros que he leído ambientados en la guerra o en cualquiera de los conflictos que se han repetido a lo largo de los siglos, o que narran situaciones de pobreza extrema o de injusticia... En todos ellos se repite un elemento común: el sufrimiento de seres inocentes, escondidos,  asustados, hambrientos... confinados en condiciones inhumanas. Alguien podría caer en la tentación de decirme: es solo literatura. Pues sí, es "solo literatura", pero la literatura tiene el pequeño defecto de ser un reflejo de la vida; un espejo en el que poder leer nuestras virtudes, pero sobre todo nuestras vergüenzas  como seres humanos. Y la literatura, se queda corta muchas veces, y otras por desgracia, es superada con creces por la realidad. A lo largo de la historia, se han vivido multitud de circunstancias terribles en las que el verbo "resistir" ha cobrado su sentido más amplio; tantas, y tan atroces, que me sonrojo al oír las quejas de la gente por tener que vivir este grácil encierro que no atiende a otro propósito que el de salvar vidas. Tanto es así, que no me permito una sola protesta al respecto, no aquí y ahora, no en este momento.


Esperanza y Paciencia

Un día más, un día menos, me repito una y otra vez. Cumplido ya, con suerte, la mitad de este confinamiento, procuro mantener el ánimo de espíritu, y a pesar de la prolongación de las ausencias que tanto duelen, de los temores que amenazan con cerner sobre mí toda clase de malos augurios, sigo diciéndome: pasará, esto pasará, y dentro de unos meses todo quedará reducido a un mal recuerdo.  A veces me vengo arriba, y me imagino dentro de treinta años, contándole a mis nietos: "2020, aquel sí que fue un mal año, no os hacéis una idea de lo que fue aquella pandemia mundial, pero la superamos..."

Pero mientras duermo... ese, es otro cantar... Porque por las noches, esa firme resignación y ese aparente dominio mental, escapa definitivamente a mi control. Lo sé, porque cada mañana despierto con la sensación de haber estado corriendo una maratón. Me levanto cansada, dolorida, aturdida por infinidad de imágenes difusas e incongruentes; Apenas logro recordar nada de esa maraña de pensamientos que enturbian mis noches. Sin embargo, estoy convencida, de que los miedos aprovechan esas horas en que bajo la guardia y no soy dueña de mi mente para apoderarse de mis sueños, dejándome al amanecer, ese regusto amargo del que ha sucumbido a sus efectos.

Ya pasará, me digo, mientras escucho a la gente protestar por la situación que estamos viviendo, por no poder salir, aprovechando cualquier excusa para marcharse de casa... Quejas que no logro entender, porque en verdad, me siento una privilegiada. Privilegiada por poder seguir trabajando desde casa, por no tener que salir cada día a exponerme a un posible contagio. Afortunada por tener a mi familia sana y salva, aunque sea separada. Feliz, por poder quedarme en casa, sin más.

Es complicado trabajar y concentrarse en estas circunstancias, claro que sí. Sobre todo si tienes un pequeño revoloteando a tu alrededor durante todo el día...
-"No entiendo este ejercicio"
- "Ahora te lo explico, espera que acabe este párrafo..."
- "Lo de natu lo dejo para esta tarde, que estoy cansado"
- "Hazlo ahora que esta tarde tampoco tendrás ganas..."
- "Vamos a jugar al baloncesto"
- "Ahora después, antes tengo que terminar esto..."

Ay los niños... esos niños que algún día recordarán esta primavera tan extraña como una anécdota más en sus vidas (ojalá y así sea). Auténticos campeones que (al menos en mi caso) no he oído quejarse ni una sola vez.

Envidio a toda esa gente que puede aprovechar estos días para hacer aquello para lo que nunca encuentra tiempo: leer, ver películas, series, hacer la limpieza general, ordenar armarios... A mí no me dan los días para mucho más de lo que ya hacía antes del confinamiento, pero no importa, sigo siendo una afortunada, tan afortunada que no cambiaría esta ausencia de tranquilidad por nada del mundo.


Gratitud

Miro la vida pasar detrás de esta ventana, intento leer y escribir en los ratos libres, trabajar... aunque está resultando ardua tarea. Difícil concentrarse y evadirse de esta realidad que nos ha tocado vivir. Vemos pasar los días desde nuestros hogares sin otro proyecto que vivir el presente. Días casi idénticos que se suceden sin sobresaltos, sin novedades, sumidos en la monotonía... Aquí dentro intentamos protegernos y proteger a los que más queremos, y mientras tanto, ahí fuera, un ejército de hombres y mujeres tienen que salir de casa sin remedio, sin armas, con el miedo metido en el cuerpo por ellos, y por sus familias. Son tantos los que no tienen otra opción que la de salir de casa a diario, que no podría enumerarlos a todos, tan solo agradecerles su trabajo.

Eso sí, no faltamos nunca la cita de las 8. Repetimos a diario esta bonita costumbre. Minutos antes van saliendo de sus casas los vecinos, como conejos de sus madrigueras, y a las ocho en punto comienzan las palmas. No sé a quien le aplauden ellos, pero yo dedico mis aplausos a mis hermanos. En esos rostros tan conocidos y parecidos al mío deposito mi ovación. Pienso en ellos, y al hacerlo, pongo rostro a los miles de sanitarios que trabajan para intentar paliar los efectos de esta pandemia, para intentar salvar el mayor número de vidas posible. Aplaudo, aplaudo sonoramente con todo lo fuerte que puedo, como si hubiese sido testigo de una maravillosa obra de teatro. Aplaudo a esos grandes actores, desde esta cómoda butaca que es mi casa. Pienso en ellos, y no puedo evitar emocionarme cada tarde;  en ellos, enfundados en capas y más capas, que ojalá sirvan para protegerles. En ellos, solos desde hace semanas, lejos  de su familia, sin salir de casa salvo para ir a trabajar, rodeados de enfermedad y angustia. Los imagino, como soldados en la primera línea de batalla, intentando ocultar sus miedos entre todas esas capas de plástico y tela, intentando esconder sus temores tras una sonrisa. Aplaudo, y me recreo en ese momento tan especial de cada día, en ese minuto en el que todos nos unimos en un mismo acto, en un mismo sentimiento, como si con ese gesto remáramos todos a una, unidos para intentar parar esta pesadilla.

Se me partía el alma cuando los primeros días de caos e improvisación, veía a mi hermana llorando, destrozada, superada por el agotamiento físico y emocional después de un larga noche, o de un interminable día de trabajo. Horas que se les deben de hacer eternas, a ella, y a todos los sanitarios que se enfrentan a esta otra realidad que nosotros solo vemos por televisión, aunque ya muchos ni eso, porque es demasiado doloroso. Pero esa es, lamentablemente, la verdadera, la desoladora tragedia de esta pandemia.

Nada que ver con la otra cara de esta crisis: gente cantando en los balcones, o poniendo música a todo trapo, inventando toda clase de distracciones para no sucumbir al aburrimiento... Personas ajenas a la catástrofe, que  simplemente tratan de buscar la cara más amable a estos interminables días de encierro.

Por desgracia, la terrible imagen de  cientos de enfermos luchando por sobrevivir, tirados en un pasillo esperando una cama, o peor aún, de un hueco en la UCI, acompañará a muchos sanitarios el resto de sus vidas. Con razón nos dicen ellos que nos quedemos en casa... porque seguramente, si viéramos todo lo que ellos ven cada día en los hospitales, no saldríamos ni a la puerta de la calle.

"Ya sé quienes son mis héroes, mamá. Los tíos", me dijo hace unos días mi hijo. Pues sí, aunque ellos no quieren serlo, estamos muy orgullosos de nuestros héroes...


Tristeza y Emoción

Van pasando las semanas y parece que la cifra de fallecidos desciende, pero sigue siendo terrible. Cientos de familias destrozadas, que no han podido enterrar a sus seres queridos, ni siquiera despedirse. Cientos de historias diferentes que tienen en común la soledad, el dolor inenarrable, completo, todo para sí, sin posibilidad de compartirlo, sin abrazos en esos durísimos momentos. Qué terrible, y qué miedo pensar que nos puede ocurrir a cualquiera. Es lo que tiene este virus, que no atiende al estatus social, ni al nivel económico, ni a la belleza exterior, ni interior... es igual para todos.

A medida que pasa el tiempo vamos poniendo nombre y apellidos a esos fallecidos de los que se habla en los telediarios. El hermano de, el tío de, el poeta que tan bien escribía, la madre de, la abuela de... Qué tristeza tan honda y qué impotencia tantas pérdidas humanas. Y qué pavor pensar en lo que puede suceder en esos otros países olvidados que no gozan de nuestra sanidad, cuando la pandemia comience a causar estragos.

Los primeros días de confinamiento mi hijo me gritaba ¡mamáaa!, y yo acudía corriendo asustada ante su alarma. Han muerto más de 600 personas me decía. Así cada día, esperando haber pasado ya el famoso pico de contagios. Aún continúa pasándonos el parte diario, intentando, ahora sí, alojar un poco de optimismo en el universo más bien pesimista en que estamos instalados últimamente. -"Han bajado 100 muertos mamá, eso es bueno, ¿verdad mamá?" -Verdad hijo -le contesto, sin mucho convencimiento, porque son aún muchísimos, demasiados los fallecidos y ante eso, no hay consuelo posible.

Me emociono con las imágenes de televisión de enfermos saliendo de las UCIs o de los hospitales. Sonríen bañados en lágrimas, llenos de gratitud por haber vuelta a la vida, por haber ganado una batalla que creían perdida, rodeados por sus salvadores que les despiden con aplausos, y con una felicidad desbordada, celebrando cada enfermo recuperado como una auténtica victoria. Veo a esos pacientes ya curados, y me veo a mí misma, hace 16 años abandonando el hospital tras un  mes ingresada. Recuerdo aquel día inolvidable que puso fin a mi cautiverio, como uno de los más dichosos. Salí de allí con la sensación de haber recuperado mis alas, con una auténtica sensación de ingravidez, de libertad, de alegría renovada, de gratitud al universo, de inmensa felicidad... Así me sentí yo entonces, y aunque lo pasé mal, y supuso para mí un antes y un después, no creo que se parezca ni remotamente a todo lo que han vivido esas personas. Yo no estuve sola en todo ese tiempo, ni tampoco temí por mi vida, y no pasé desde luego por ese calvario que han pasado ellos. Me emociono al ver esas escenas de alegría infinita porque sé, que esos enfermos que abandonan el hospital después de semanas de lucha, deben de sentir algo parecido a lo que yo experimenté, aunque multiplicado por mil.



Incertidumbre

No sabe nadie qué ocurrirá cuando acabe todo esto. Es evidente que no podremos esquivar la crisis económica sin precedentes que vendrá después, pero ¿no valen más las vidas que el dinero? Para algún líder político sin escrúpulos, que como las meigas, haberlos haylos, no, "es necesario asumir las víctimas humanas y apostar por primar la economía"... Sin comentarios.

Pero esto debería enseñarnos que el mundo globalizado de hoy en día no nos sirve. Es evidente que será necesario cerrar fronteras por un tiempo, dejar de viajar a otros países, y hacerlo en el nuestro, donde hay mucho que ver y bonito además. Cambiar los sistemas de producción y apostar por nuestros productos, nuestra mano de obra. Invertir en investigación, en sanidad, y en educación. Cambiar prioridades, estilos de vida, modas superfluas. Está situación nos está demostrando que podemos sobrevivir sin un montón de cosas. 

Oímos hablar ya de la vuelta a la normalidad, de desescalada, y no sé si a todo el mundo le pasará igual, pero yo, a pesar de las muchas ganas que tengo de volver a la normalidad, no logro imaginar en un futuro inmediato una vida ni siquiera parecida a la que conocíamos hasta ahora. El después, da tanto miedo como el ahora, y eso no es demasiado alentador, la verdad. Miramos con esperanza a la comunidad científica, esperando un milagro en forma de vacuna, o acaso de medicamento que atenúe, si quiera un poco, la letalidad del maldito virus.

Vivimos una incertidumbre continua. Cuánto durará esta situación, qué pasará cuando acabe, qué cambiará... Todo está en el aire. No sabemos nada, nadie sabe qué pasará exactamente.

Hace una semana me saltó una alarma en el móvil: Coger cita peluquería. Perpleja al leer este aviso insólito, sonreí ante un recordatorio que programé en una vida anterior, incluso podría decir que lo escribió otra persona distinta  a esta que teclea hoy estas letras delante de una pantalla de ordenador. Aquella persona a la que renuncié hace ya un mes tenía otra preocupaciones bien distintas de las que hoy tengo. No recuerdo el día que puse esa alarma en el teléfono, aunque sí el motivo. Tenía algo importante que planificar: una comunión. Me temo que cuando todo esto acabe, nos veremos obligados a aplazar muchas cosas: léase comuniones, bodas, reuniones y todo tipo de celebraciones. Quién sabe si incluso vacaciones, y por supuesto viajes. Pero no importa, ya habrá tiempo de hacer todas esas cosas que ahora hemos de postergar, lo realmente importante es que sigamos aquí cuando todo haya acabado.

Pero qué ganas de volver a salir a tomar algo con los amigos, qué ganas de reunirme de nuevo con mis queridas mujeres del club de lectura a comentar libros,  a compartir lecturas y experiencias. Qué ganas de volver a la rutina, y sobre todo, qué ganas de abrazar a todo el mundo, ahora que no se puede... ¿Podré contener las ganas irrefrenables de abrazar a los míos cuando todo esto termine? No estoy segura de poder hacerlo.

Pero no, mejor no pensar todavía en el futuro. Vivamos el presente, y ya habrá tiempo para enfrentarnos a todas esas incógnitas cuando llegue el momento. "No querer pensar también cuenta como felicidad"


Anhelo

Cuánto estoy echando de menos también la que es mi segunda casa, mi querida biblioteca. Cuánto me acuerdo de mis pequeños y qué no daría por volver a aquellos lunes agotadores en que no había momento para el descanso, por volver a contar cuentos rodeada de niños, por mandarles callar, por repetirles veinte veces que no se grita ni se corre en la biblioteca, por comenzar una sesión de cuentos con la canción del silencio.

Les sigo contando, pero no es lo mismo, imagino sus caras mientras escuchan mi voz, pero no los veo, no sé ni siquiera si llegarán a escucharlos. Algunos sé que sí, porque me llegan mensajes entrañables dándome las gracias, deseándome salud, diciéndome que me echan de menos... Los escucho una y otra vez, y me hacen muy feliz. Cuánto los extraño.


Silencio

Hoy el mundo es silencio. La imagen de célebres calles y avenidas desiertas se repite a lo largo de todo el planeta. Me imagino a los animales, a los pájaros, preguntándose perplejos dónde diablos se han metido esos intrusos que ya no les molestan.

Ocultos, encerrados en cárceles imaginarias, de las que somos nosotros mismos los carceleros, vemos la vida pasar mientras animales salvajes pasean a sus anchas por las calles de pueblos y ciudades, disfrutando de una naturaleza que nunca ha dejado de pertenecerles.

Hoy el mundo es silencio. Quizás aquí, en nuestros pueblos no lo notemos tanto, pero en las grandes urbes ese silencio debe ser inquietante. Seguramente muchos  llegarán a echar en falta el ruido,  alguno incluso hasta los desesperantes atascos. 


Unión

Estos días nos están enseñando a apreciar lo realmente importante. A apreciar la libertad de poder salir cuando y donde te apetezca, de viajar, de vivir sin miedo, pero también nos está mostrando lo verdaderamente importante, aquello que más echamos de menos ahora mismo sobre todas las cosas: nuestros familiares, nuestros padres, hermanos, primos, amigos, esos a los que ahora tenemos que conformarnos con ver a través de una pantalla (bendita tecnología, desde luego) y a los que llamamos una y otra vez, para ver cómo están, qué han comido, que están haciendo... aunque el diálogo se repite día tras día ahogado por la misma monotonía de los días y las noches. Y es que de lo inédito del confinamiento, de una situación jamás vivida, de las noticias y novedades de los primeros días, hemos pasado ya a la pesadez de la rutina, al transcurso lento de las jornadas. Y cuesta, cada vez cuesta un poquito más.

Cada noche la tecnología nos acerca a nuestros seres queridos. Las videollamadas en familia se han convertido en un ritual que nos une en la distancia. Hablamos más que antes, aunque las palabras se atraviesan muchas veces en la garganta. Es duro no poder vernos. Es duro saber que mis hermanos se enfrentan cada día a la impotencia de luchar contra un enemigo invisible y muy peligroso. Y es curioso que aunque separados, este virus esté haciendo que estemos más unidos que nunca.


Solidaridad

También nos están enseñando estos días que el mundo está lleno de mujeres y hombres buenos. La solidaridad de la gente sigue fluyendo como pequeños oasis en medio del desierto. Cientos de personas cosiendo mascarillas, batas, haciendo pantallas, donando alimentos, camas, respiradores...

La solidaridad de Munera también está llegando lejos, muy lejos. Amas de casa, voluntarios y Ayuntamiento se afanan en hacer posible que cientos de equipos de protección lleguen a hospitales, residencias y trabajadores de todo tipo. Gracias a todos, y a todas por vuestra labor. Qué orgullo de pueblo y de gente.


Amor 

Cuánto me acuerdo de mi madre estos días, y cuánto la echo de menos. Miedo, es una buena palabra para definir el sentimiento que nos acecha  a todos, aunque sobre todo a ellos, a nuestros mayores. Aunque hay otra palabra tan brutal como esa, y es soledad. El aislamiento conlleva soledad, distancia, falta de contactos, de besos, de abrazos, algo tan peligroso ahora, pero tan necesario siempre.

"Abuela, no te preocupes, sólo es grave para las personas con patologías previas". Con esa afirmación intentaba mi hijo tranquilizar a su abuela, mientras veíamos alarmados por televisión los primeros efectos de la pandemia, para a continuación dirigirse a mí y preguntarme: "Mamá, ¿qué son patologías?".  En aquel momento su inocente comentario me hizo sonreír, y me produjo también un profundo sentimiento de ternura al ver ese lazo tan especial que se ha creado entre abuela y nieto.

"Te echo muchísimo de menos", le dice mi pequeño a través de la pantalla a su abuela, mientras ella lo mira casi al punto del llanto. Es ahí, justo en ese instante irrepetible cuando me digo: Sí, definitivamente, esto nos servirá para apreciar lo verdaderamente importante...









Epílogo

Cuando empecé a escribir este texto en mi cabeza, todo era una amalgama  de ideas desordenadas que me venían a la mente, y que tenía la necesidad de escribir. De repente un día, me di cuenta de que todas esas palabras escritas sin orden ni concierto se unían bajo el paraguas de conceptos abstractos que quizás no se puedan ver con los ojos, pero que desde luego, podemos apreciar y sentir todos en menor o mayor medida. Aceptación, esperanza, paciencia, gratitud, tristeza, emoción, incertidumbre, anhelo, silencio, unión, solidaridad y amor. Todas estas grandilocuentes palabras forman parte de nuestro presente, y por eso, me ha parecido importante dejar constancia por escrito de todas ellas, porque en verdad, cada una de esas palabras abstractas cobran todo el sentido, y se hacen visibles, ahora más que nunca.